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Capítulo XVIII




                        La puerta estaba entreabierta. Entraron.
                        —¡John!
                        Del cuarto de baño llegó un ruido desagradable y característico.
                        —¿Ocurre algo? —preguntó Helmholtz.
                        No hubo respuesta. El desagradable sonido se repitió, dos veces; siguió un
                  silencio.  Después,  con  un  chasquido,  la  puerta  del  cuarto  de  baño  se  abrió  y
                  apareció, muy pálido, el Salvaje.
                        —¡Oye! —exclamó Helmholtz, solícito—. Tú no te encuentras bien, John.
                        —¿Te sentó mal algo que comiste? —preguntó Bernard.
                        El Salvaje asintió.
                        —Sí. Comí civilización.
                        —¿Cómo?
                        —Y me sentó mal; me enfermó. Y después —agregó en un tono de voz más
                  bajo—, comí mi propia maldad.
                        —Pero, ¿qué te pasa exactamente…? Ahora mismo estabas…
                        —Ya  estoy  purificado  —dijo  el  Salvaje—.  Tomé  un  poco  de  mostaza  con
                  agua caliente.
                        Los otros dos le miraron asombrados.
                        —¿Quieres  sugerir  que…  que  lo  has  hecho  a  propósito?  —preguntó
                  Bernard.
                        —Así  es  como  se  purifican  los  indios.  —John  se  sentó,  y,  suspirando,  se
                  pasó una mano por la frente—. Descansaré unos minutos —dijo—. Estoy muy
                  cansado.
                        —Claro, no me extraña —dijo Helmholtz. Y, tras una pausa, agregó en otro
                  tono—: Hemos venido a despedirnos. Nos marchamos mañana por la mañana.
                        —Sí, salimos mañana —dijo Bernard, en cuyo rostro el Salvaje observó una
                  nueva  expresión  de  resignación  decidida—.  Y,  a  propósito,  John  —prosiguió,
                  inclinándose  hacia  delante  y  apoyando  una  mano  en  la  rodilla  del  Salvaje—,
                  quería  decirte  cuánto  siento  lo  que  ocurrió  ayer.  —Se  sonrojó—.  Estoy
                  avergonzado  —siguió  a  pesar  de  la  inseguridad  de  su  voz—,  realmente
                  avergonzado…
                        El Salvaje le obligó a callar y, cogiéndole la mano, se la estrechó con afecto.
                        —Helmholtz  se  ha  portado  maravillosamente  conmigo  —siguió  Bernard,
                  después de un silencio—. De no haber sido por él, yo no hubiese podido…
                        —Vamos, vamos —protestó Helmholtz.
                        —Esta mañana fui a ver al Interventor —dijo el Salvaje al fin.
                        —¿Para qué?
                        —Para pedirle que me enviara a las islas con vosotros.
                        —¿Y qué dijo? —preguntó Helmholtz.
                        El Salvaje movió la cabeza.
                        —No quiso.
                        —¿Por qué no?
                        —Dijo que quería proseguir el experimento. Pero que me aspen —agregó el
                  Salvaje  con  súbito  furor—,  que  me  aspen  si  sigo  siendo  objeto  de
                  experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores del mundo entero.
                  Me marcharé mañana, también.
                        —Pero ¿adónde? —preguntaron a coro sus dos amigos.
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