Page 137 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Selborne atraían las miradas hacia la azulada y romántica distancia. Pero no
sólo lo que se veía a distancia había atraído al Salvaje a su faro; lo que lo
rodeaba de cerca resultaba igualmente seductor. Los bosques, las extensiones
abiertas de brezos y amarilla aliaga, los grupos de pinos silvestres, las lagunas y
albercas relucientes, con sus abedules y sauces llorones, sus lirios de agua y sus
alfombras de junco, poseían una intensa belleza y, para unos ojos
acostumbrados a la aridez del desierto americano, resultaban asombrosos. Y,
además, ¡la soledad! El Salvaje pasaba días enteros sin ver a un solo hombre. El
faro se hallaba sólo a un cuarto de hora de vuelo de la Torre de Charing-T; pero
las colinas de Malpaís apenas eran más deshabitadas que aquel brezal de
Surrey. Las multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían sólo para
jugar al Golf Electromagnético o al tenis.
La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para sus
gastos personales, había sido empleado en la adquisición del equipo necesario.
Antes de salir de Londres el Salvaje se había comprado cuatro mantas de lana de
viscosa, cuerdas, alambre, clavos, cola, unas pocas herramientas, cerillas
(aunque pensaba construirse en su día un parahúso para hacer fuego), algo de
batería de cocina, dos docenas de paquetes de semilla y diez kilos de harina de
trigo.
—No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de desperdicios
de algodón —había insistido—. Aunque sean muy nutritivos.
En cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de
buey, no había podido resistir a las dotes persuasivas del tendero. Ahora,
mirando las latas que tenía en su poder, se reprochaba amargamente su
debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización! Decidió que jamás los comería,
aunque se muriera de hambre. «Les daré una lección», pensó vengativamente. Y
de paso se la daría a sí mismo.
John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le bastaría
para pasar el invierno. Cuando llegara la primavera, su huerto produciría lo
suficiente para permitirle vivir con independencia del mundo exterior.
Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza. Había visto muchos conejos,
y en las lagunas había aves acuáticas. Inmediatamente se puso a construir un
arco y las correspondientes flechas.
Cerca del faro crecían fresnos, y para las varas de las flechas no faltaban
avellanos llenos de serpollos rectos y hermosos. Empezó por batir un fresno
joven, cortó un trozo de tronco liso, sin ramas, de casi dos metros de longitud, lo
despojó de la corteza, y, capa por capa, fue quitándole la madera blanca, tal
como le había enseñado a hacer el viejo Mitsima, hasta que obtuvo una vara de
su misma altura, rígida y gruesa en el centro, ágil y flexible en los ahusados
extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy intenso. Tras aquellas
semanas de ocio en Londres, durante las cuales, cuando deseaba algo, le bastaba
pulsar un botón o girar una manija, fue para él una delicia hacer algo que exigía
habilidad y paciencia.
Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un
sobresalto, de que estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si, tropezando
consigo mismo desde fuera, se hubiese descubierto de pronto en flagrante
delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había ido allá para cantar y
divertirse, sino para escapar al contagio de la vida civilizada, para purificarse y
mejorarse, para enmendarse de una manera activa. Comprendió, decepcionado,
que, absorto en la confección de su arco, había olvidado lo que se había jurado a
sí mismo recordar siempre: la pobre Linda, su propia asesina violencia para con