Page 140 - Un-mundo-feliz-Huxley
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caso  de  su  molesto  zumbido  (el  Salvaje  se  veía  a  sí  mismo  como  uno  de  los
                  pretendientes  de  la  Doncella  de  Mátsaki,  tenaz  y  resistente  entre  los  alados
                  insectos),  el  Salvaje  trabajaba  en  su  futuro  huerto.  Al  cabo  de  un  tiempo  los
                  insectos, por lo visto, se cansaron, y se alejaron volando; durante unas horas, el
                  cielo,  sobre  su  cabeza,  permaneció  desierto,  y,  excepto  por  las  alondras,
                  silencioso.
                        Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había pasado
                  la  mañana  cavando  y  ahora  descansaba  tendido  en  el  suelo.  De  pronto,  el
                  recuerdo  de  Lenina  se  transformó  en  una  presencia  real,  desnuda  y  tangible,
                  que  le  decía:  «¡Cariño!»  y  «¡Abrázame!»,  con  sólo  las  medias  y  los  zapatos
                  puestos, perfumada… ¡Impúdica zorra! Pero… ¡oh, oh…! Sus brazos en torno de
                  su cuello, los senos erguidos, sus labios… La eternidad estaba en nuestros labios
                  y en nuestros ojos. Lenina… ¡No, no, no, no! El Salvaje saltó sobre sus pies, y,
                  desnudo como iba, salió corriendo de la casa. Junto al límite donde empezaban
                  los brezales crecían unas matas de enebro espinoso. John se arrojó a las matas,
                  y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de sus deseos, una brazada de espinas
                  verdes.  Agudas,  con  un  millar  de  puntas,  lo  pincharon  cruelmente.  John  se
                  esforzó  por  pensar  en  la  pobre  Linda,  sin  palabra  ni  aliento,  estrujándose  las
                  manos, y en el terror indecible que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, que
                  había jurado no olvidar. Pero la presencia de Lenina seguía acosándole. Lenina,
                  a quien había jurado olvidar. Aun en medio de las heridas y los pinchazos de las
                  agujas  de  los  enebros,  su  carne  recalcitrante  seguía  consciente  de  ella,
                  inevitablemente real. «Cariño, cariño… si también tú me deseabas, ¿por qué no
                  lo decías?».
                        El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a mano
                  ante la posible llegada de periodistas. En un acceso de furor, el Salvaje volvió
                  corriendo  a  la  casa,  lo  cogió  y  lo  levantó  en  el  aire.  Las  cuerdas  de  nudos
                  mordieron su carne.
                        —¡Zorra! ¡Zorra! —gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y con
                  qué  frecuencia,  aun  sin  saberlo,  deseaba  que  lo  fuera!),  blanca,  cálida,
                  perfumada,  infame,  a  quien  así  azotaba—.  ¡Zorra!  —Y  después,  con  voz  de
                  desesperación—: ¡Oh, Linda, perdóname! ¡Perdóname, Dios mío! Soy malo. Soy
                  pérfido. Soy… ¡No, no, zorra, zorra!
                        Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos
                  metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor más experto
                  de la Sociedad Productora de Films para los sensoramas, había observado todos
                  los  movimientos  del  Salvaje.  La  paciencia  y  la  habilidad  habían  obtenido  su
                  recompensa. Darwin Bonaparte se había pasado tres días sentado en el interior
                  del tronco de un roble artificial, tres noches reptando sobre el vientre a través de
                  los brezos, ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrando cables en la
                  blanda  arena  gris.  Setenta  y  dos  horas  de  suprema  incomodidad.  Pero  ahora
                  había  llegado  el  gran  momento,  el  más  grande  desde  que  había  tomado  las
                  espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de unos gorilas. «Espléndido —
                  se dijo, cuando el Salvaje empezó su número—. ¡Espléndido!».
                        Mantuvo  sus  cámaras  telescópicas  cuidadosamente  enfocadas,  como
                  pegadas con cola a su móvil objetivo; les aplicó un telescopio más potente para
                  captar un primer plano del rostro frenético y contorsionado (¡admirable!); filmó
                  unos  instantes  a  cámara  lenta  (un  efecto  cómico  exquisito,  se  prometió  a  sí
                  mismo); y, entretanto, escuchó con deleite los golpes, los gruñidos y las palabras
                  furiosas que iban grabándose en la pista sonora del film; probó el efecto de una
                  ligera amplificación (así, decididamente, resultaba mejor); le encantó oír, en un
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