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juego de tantos impulsos naturales, que realmente no existen tentaciones que
                  uno deba resistir. Y si alguna vez, por algún desafortunado azar, ocurriera algo
                  desagradable,  bueno,  siempre  hay  el  soma,  que  puede  ofrecernos  unas
                  vacaciones de la realidad. Y siempre hay el soma para calmar nuestra ira, para
                  reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos. En el
                  pasado, tales cosas sólo podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo
                  de muchos años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres
                  tabletas de  medio gramo, y listo. Actualmente, cualquiera puede  ser virtuoso.
                  Uno puede llevar al menos la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un
                  frasco. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma.
                        —Pero  las  lágrimas  son  necesarias.  ¿No  recuerda  lo  que  dice  Otelo?  «Si
                  después  de  cada  tormenta  vienen  tales  calmas,  ojalá  los  vientos  soplen  hasta
                  despertar a la muerte». Hay una historia, que uno de los ancianos indios solía
                  contarnos,  acerca  de  la  Doncella  de  Mátsaki.  Los  jóvenes  que  aspiraban  a
                  casarse con ella tenían que pasarse una mañana cavando en su huerto. Parecía
                  fácil; pero en aquel huerto había moscas y mosquitos mágicos. La mayoría de los
                  jóvenes, simplemente, no podían resistir las picaduras y el escozor. Pero el que
                  logró soportar la prueba, se casó con la muchacha.
                        —Muy  hermoso.  Pero  en  los  países  civilizados  —dijo  el  Interventor—  se
                  puede conseguir a las muchachas sin tener que cavar para ellas; y no hay moscas
                  ni mosquitos que le piquen a uno. Hace siglos que nos libramos de ellos.
                        El Salvaje asintió, ceñudo.
                        —Se  libraron  de  ellos.  Sí,  muy  propio  de  ustedes.  Librarse  de  todo  lo
                  desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Si es más noble soportar en el
                  alma  las  pedradas  o  las  flechas  de  la  mala  fortuna,  o  bien  alzarse  en  armas
                  contra un piélago de pesares y acabar con ellos enfrentándose a los mismos…
                  Pero ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni resisten. Se limitan a
                  abolir las pedradas y las flechas. Es demasiado fácil.
                        El  Salvaje  enmudeció  súbitamente,  pensando  en  su  madre.  En  su
                  habitación  del  piso  treinta  y  siete,  Linda  había  flotado  en  un  mar  de  luces
                  cantarinas y caricias perfumadas, había flotado lejos, fuera del espacio, fuera del
                  tiempo,  fuera  de  la  prisión  de  sus  recuerdos,  de  sus  hábitos,  de  su  cuerpo
                  envejecido  y  abotagado.  Y  Tomakin,  ex  director  de  Incubadoras  y
                  Condicionamiento, Tomakin seguía todavía de vacaciones, de vacaciones de la
                  humillación y el dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel rostro horrible
                  ni sentir aquellos brazos húmedos y fofos alrededor de su cuello, en un mundo
                  hermoso…
                        —Lo que ustedes necesitan —prosiguió el Salvaje— es algo con lágrimas,
                  para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.
                        »Atreverse a exponer  lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el
                  peligro, aunque sólo sea por una cáscara de huevo… ¿No hay algo en esto?  —
                  preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond—. Dejando aparte a Dios, aunque,
                  desde luego, Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su hechizo el vivir
                  peligrosamente?
                        —Ya  lo  creo  —contestó  el  Interventor—.  De  vez  en  cuando  hay  que
                  estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.
                        —¿Cómo? —preguntó el Salvaje, sin comprender.
                        —Es  una  de  las  condiciones  para  la  salud  perfecta.  Por  esto  hemos
                  impuesto como obligatorios los tratamientos de S.P.V.
                        —¿S.P.V.?
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