Page 131 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 131

de todas las demás pérdidas». Pero es que nosotros no sufrimos pérdida alguna
                  que debamos compensar; por tanto, el sentimiento religioso resulta superfluo.
                  ¿Por qué deberíamos correr en busca de un sucedáneo para los deseos juveniles,
                  si  los  deseos  juveniles  nunca  cejan?  ¿Para  qué  un  sucedáneo  para  las
                  diversiones,  si  seguimos  gozando  de  las  viejas  tonterías  hasta  el  último
                  momento?  ¿Qué  necesidad  tenemos  de  reposo  cuando  nuestras  mentes  y
                  nuestros  cuerpos  siguen  deleitándose  en  la  actividad?  ¿Qué  consuelo
                  necesitamos, puesto que tenemos soma? ¿Para qué buscar algo inamovible, si ya
                  tenemos el orden social?
                        —Entonces, ¿usted cree que Dios no existe? —preguntó el Salvaje.
                        —No, yo creo que probablemente existe un dios.
                        —Entonces, ¿por qué…?
                        Mustafá Mond le interrumpió.
                        —Pero  un  dios  que  se  manifiesta  de  manera  diferente  a  hombres
                  diferentes.  En  los  tiempos  premodernos  se  manifestó  como  el  ser  descrito  en
                  estos libros. Actualmente…
                        —¿Cómo se manifiesta actualmente? —preguntó el Salvaje.
                        —Bueno,  se  manifiesta  como  una  ausencia;  como  si  no  existiera  en
                  absoluto.
                        —Esto es culpa de ustedes.
                        —Llámelo  culpa  de  la  civilización.  Dios  no  es  compatible  con  el
                  maquinismo,  la  medicina  científica  y  la  felicidad  universal.  Es  preciso  elegir.
                  Nuestra  civilización  ha  elegido  el  maquinismo,  la  medicina  y  la  felicidad.  Por
                  esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de seguridad. Resultan
                  indecentes. La gente quedaría asqueada si…
                        El Salvaje le interrumpió.
                        —Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios?
                        —Pero  la  gente  ahora  nunca  está  sola  —dijo  Mustafá  Mond—.  La
                  inducimos  a  odiar  la  soledad;  disponemos  sus  vidas  de  modo  que  casi  les  es
                  imposible estar solos alguna vez.
                        El  Salvaje  asintió  sombríamente.  En  Malpaís  había  sufrido  porque  lo
                  habían aislado de las actividades comunales del pueblo; en el Londres civilizado
                  sufría porque nunca lograba escapar a las actividades comunales, nunca podía
                  estar completamente solo.
                        —¿Recuerda  aquel  fragmento  de  El  Rey  Lear?  —dijo  el  Salvaje,  al  fin—:
                  «Los dioses son justos, y convierten nuestros vicios de placer en instrumentos
                  con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío donde te concibió le costó los
                  ojos», y Edmundo contesta, recuérdelo, cuando está herido, agonizante: «Has
                  dicho la verdad; es cierto. La rueda ha dado la vuelta entera; aquí estoy». ¿Qué
                  me  dice  de  esto?  ¿No  parece  que  exista  un  Dios  que  dispone  las  cosas,  que
                  castiga, que premia?
                        —¿Sí? —preguntó el Interventor a su vez—. Puede usted permitirse todos
                  los pecados agradables que quiera con una neutra sin correr el riesgo de que le
                  saque los ojos la amante de su hijo. «La rueda ha dado una vuelta entera; aquí
                  estoy».  Pero,  ¿dónde  estaría  Edmundo  actualmente?  Estaría  sentado  en  una
                  butaca neumática, ciñendo con un brazo la cintura de una chica, mascando un
                  chicle  de  hormonas  sexuales  y  contemplando  el  sensorama.  Los  dioses  son
                  justos. Sin duda. Pero su código  legal es dictado, en última instancia, por las
                  personas  que  organizan  la  sociedad.  La  Providencia  recibe  órdenes  de  los
                  hombres.
   126   127   128   129   130   131   132   133   134   135   136