Page 130 - Un-mundo-feliz-Huxley
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viene a mano, sacaré también este otro. Es de un hombre que se llamó Maine de
Biran. Fue un filósofo, suponiendo que usted sepa qué era un filósofo.
—Un hombre que sueña en menos cosas de las que hay en los cielos y en la
tierra —dijo el Salvaje inmediatamente.
—Exacto. Después, leeré una de las cosas en que este filósofo soñó. De
momento, escuche lo que decía ese antiguo Archichantre Comunal. —Abrió el
libro por el punto marcado con un trozo de papel y empezó a leer—. «No somos
más nuestros de lo que es nuestro lo que poseemos. No nos hicimos a nosotros
mismos, no podemos ser superiores de nosotros mismos. No somos nuestros
propios dueños. Somos propiedad de Dios. ¿No consiste nuestra felicidad en ver
así las cosas? ¿Existe alguna felicidad o algún consuelo en creer que somos
nuestros? Es posible que los jóvenes y los prósperos piensen así. Es posible que
éstos piensen que es una gran cosa hacerlo según su voluntad, como ellos
suponen, no depender de nadie, no tener que pensar en nada invisible,
ahorrarse el fastidio de tener que reconocer continuamente, de tener que rezar
continuamente, de tener que referir continuamente todo lo que hacen a la
voluntad de otro. Pero a medida que pase el tiempo, éstos, como todos los
hombres, descubrirán que la independencia no fue hecha para el hombre, que es
un estado antinatural, que puede sostenerse por un momento, pero no puede
llevarnos a salvo hasta el fin…» —Mustafá Mond hizo una pausa, dejó el primer
libro y, cogiendo el otro, volvió unas páginas del mismo—. Vea esto, por ejemplo
—dijo; y con su voz profunda empezó a leer de nuevo—. «Un hombre envejece;
siente en sí mismo esa sensación radical de debilidad, de fatiga, de malestar, que
acompaña a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina que, simplemente, está
enfermo, engaña sus temores con la idea de que su desagradable estado obedece
a alguna causa particular, de la cual, como de una enfermedad, espera
rehacerse. ¡Vaya imaginaciones! Esta enfermedad es la vejez; y es una
enfermedad terrible. Dicen que el temor a la muerte y a lo que sigue a la muerte
es lo que induce a los hombres a entregarse a la religión cuando envejecen. Pero
mi propia experiencia me ha convencido de que, aparte tales terrores e
imaginaciones, el sentimiento religioso tiende a desarrollarse a medida que la
imaginación y los sentidos se excitan menos y son menos excitables, nuestra
razón halla menos obstáculos en su labor, se ve menos ofuscada por las
lágrimas; los deseos y las distracciones en que solía absorberse; por lo cual Dios
emerge como desde detrás de una nube; nuestra alma siente, ve, se vuelve hacia
el manantial de toda luz; se vuelve, natural e inevitablemente, hacia ella; porque
ahora que todo lo que daba al mundo de las sensaciones su vida y su encanto ha
empezado a alejarse de nosotros, ahora que la existencia fenoménica ha dejado
de apoyarse en impresiones interiores o exteriores, sentimos la necesidad de
apoyarnos en algo permanente, en algo que nunca pueda fallarnos, en una
realidad, en una verdad absoluta e imperecedera. Sí, inevitablemente nos
volvemos hacia Dios; porque este sentimiento religioso es por naturaleza tan
puro, tan delicioso para el alma que lo experimenta, que nos compensa de todas
las demás pérdidas». —Mustafá Mond cerró el libro y se arrellanó en su
asiento—. Una de tantas cosas del cielo y de la tierra en las que esos filósofos no
soñaron fue esto —e hizo un amplio ademán con la mano—: nosotros, el mundo
moderno. «Sólo podéis ser independientes de Dios mientras conservéis la
juventud y la prosperidad; la independencia no os llevará a salvo hasta el final».
Bien, el caso es que actualmente podemos conservar y conservarnos la juventud
y la prosperidad hasta el final. ¿Qué se sigue de ello? Evidentemente, que
podemos ser independientes de Dios. «El sentimiento religioso nos compensa