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Capítulo XVII
—Arte, ciencia… Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado por
su felicidad —dijo el Salvaje, cuando quedaron a solas—. ¿Algo más, acaso?
—Pues… la religión, desde luego —contestó el Interventor—. Antes de la
Guerra de los Nueve Años había una cosa llamada… Dios. Perdón, se me
olvidaba: usted está perfectamente informado acerca de Dios, supongo.
—Bueno…
El Salvaje vaciló. Le hubiese gustado decir algo de la soledad, de la noche,
de la altiplanicie extendiéndose, pálida, bajo la luna, del precipicio, de la
zambullida en la oscuridad, de la muerte. Le hubiese gustado hablar de todo
ello; pero no existían palabras adecuadas. Ni siquiera en Shakespeare.
El Interventor, entretanto, se había dirigido al otro extremo de la estancia,
y abría una enorme caja de caudales empotrada en la pared, entre los estantes
de libros. La pesada puerta se abrió. Buscando en la penumbra de su interior, el
Interventor dijo:
—Es un tema que siempre me ha interesado mucho. —Sacó de la caja un
grueso volumen negro—. Supongo que usted no ha leído esto, por ejemplo.
El Salvaje cogió el libro.
—La Sagrada Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento —leyó en voz
alta.
—Ni esto.
Era un libro pequeño, sin tapas.
—La Imitación de Cristo.
—Ni esto.
Y le ofreció otro volumen.
—Las Variedades de la experiencia Religiosa, de William James.
—Y aún tengo muchos más —prosiguió Mustafá Mond, volviendo a
sentarse—. Toda una colección de antiguos libros pornográficos. Dios en el arca
y Ford en los estantes.
Y señaló, riendo, su biblioteca oficial, los estantes llenos de libros, las
hileras de carretes y rollos de cintas sonoras.
—Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? —
preguntó el Salvaje, indignado—. ¿Por qué no les da a leer estos libros que
tratan de Dios?
—Por la misma razón por la que no les dejo leer Otelo: son antiguos; tratan
del Dios de hace cientos de años. No del Dios de ahora.
—Pero Dios no cambia.
—Los hombres sí.
—Y ello, ¿produce alguna diferencia?
—Una diferencia fundamental —dijo Mustafá Mond. Volvió a levantarse y
se acercó al arca—. Existió un hombre que se llamaba cardenal Newman —dijo—
. Un cardenal —explicó a modo de paréntesis— era una especie de Archichantre
Comunal.
—«Yo, Pandulfo, cardenal de la bella Milán». He leído acerca de ellos en
Shakespeare.
—Desde luego. Bien, como le decía, existió un hombre que se llamaba
cardenal Newman. ¡Ah, aquí está el libro! —Lo sacó del arca—. Y puesto que me