Page 126 - Un-mundo-feliz-Huxley
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su propio bien, porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles del
campo que de una fábrica. Además, debemos pensar en nuestra estabilidad. No
deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad.
Ésta es otra razón por la cual somos tan remisos en aplicar nuevos inventos.
Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo;
incluso hasta a la ciencia debemos tratar a veces como un enemigo. Sí, hasta a la
ciencia.
—¿Cómo? —dijo Helmholtz, asombrado—. ¡Pero si constantemente
decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
—Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete —dijo
Bernard.
—Y toda la propaganda en favor de la ciencia que hacemos en la Escuela…
—Sí, pero ¿qué clase de ciencia? —preguntó Mustafá Mond, con
sarcasmo—. Ustedes no tienen una formación científica, y, por consiguiente, no
pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno. Demasiado bueno:
lo bastante para comprender que toda nuestra ciencia no es más que un libro de
cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner
en duda, y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un
permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina. Pero
antes fui un joven e inquisitivo pinche de cocina. Y empecé a hacer algunos
guisados por mi propia cuenta. Cocina heterodoxa, cocina ilícita. En realidad,
un poco de auténtica ciencia.
Mustafá Mond guardó silencio.
—¿Y qué pasó? —preguntó Helmholtz Watson.
El Interventor suspiró.
—Casi me ocurrió lo que va a ocurrirles a ustedes, jovencitos. Poco faltó
para que me enviaran a una isla.
Estas palabras galvanizaron a Bernard, quien entró súbitamente en
violenta actividad.
—¿Que van a enviarme a mí a una isla?
Saltó de su asiento, cruzó el despacho a toda prisa y se detuvo,
gesticulando, ante el Interventor.
—Usted no puede desterrarme a mí. Yo no he hecho nada. Fueron los
otros. Juro que fueron los otros. —Y señaló acusadoramente a Helmholtz y al
Salvaje—. ¡Por favor, no me envíe a Islandia! Prometo que haré todo lo que
quieran. Deme otra oportunidad. —Empezó a llorar—. Le digo que la culpa es de
ellos —sollozó—. ¡A Islandia, no! Por favor, Su Fordería, por favor…
Y en un paroxismo de abyección cayó de rodillas ante el Interventor.
Mustafá Mond intentó obligarle a levantarse; pero Bernard insistía en su
actitud rastrera; el flujo de sus palabras manaba, inagotable. Al fin, el
Interventor tuvo que llamar a su cuarto secretario.
—Trae tres hombres —ordenó—, y que lleven a Mr. Marx a un dormitorio.
Que le administren una buena vaporización de soma y luego lo acuesten y le
dejen solo.
El cuarto secretario salió y volvió con tres criados mellizos, de uniforme
verde. Gritando y sollozando todavía, Bernard fue sacado del despacho.
—Cualquiera diría que van a degollarle —dijo el Interventor, cuando la
puerta se hubo cerrado—. En realidad, si tuviera un poco de sentido común,
comprendería que este castigo es más bien una recompensa. Le enviarán a una
isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde conocerá al grupo de hombres y
mujeres más interesantes que cabe encontrar en el mundo. Todos ellos personas