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que, por una razón u otra, han adquirido excesiva consciencia de su propia
individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se
conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas
que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.
Helmholtz se echó a reír.
—Entonces, ¿por qué no está también usted en una isla?
—Porque, a fin de cuentas, preferí esto —contestó el Interventor—. Me
dieron a elegir o me enviaban a una isla, donde hubiese podido seguir con mi
ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del Interventor, con la perspectiva
de llegar en su día a ocupar el cargo de tal. Me decidí por esto último, y
abandoné la ciencia. —Tras un breve silencio agregó—: De vez en cuando echo
mucho de menos la ciencia. La felicidad es un patrón muy duro, especialmente
la felicidad de los demás. Un patrón mucho más severo, si uno no ha sido
condicionado para aceptarla, que la verdad. —Suspiró, recayó en el silencio y
después prosiguió, en tono más vivaz—: Bueno, el deber es el deber. No cabe
prestar oído a las propias preferencias. Me interesa la verdad. Amo la ciencia.
Pero la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro público. Tan peligroso
como benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el equilibrio más estable de la
historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en comparación con
el nuestro; ni siquiera el de los antiguos matriarcados fue tan firme como el
nuestro. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia
destruya su propia obra. Por esto limitamos tan escrupulosamente el alcance de
sus investigaciones; por esto estuve a punto de ser enviado a una isla. Sólo le
permitimos tratar de los problemas más inmediatos del momento. Todas las
demás investigaciones son condenadas a morir en ciernes. Es curioso —
prosiguió tras breve pausa— leer lo que la gente que vivía en los tiempos de
Nuestro Ford escribía acerca del progreso científico. Al parecer, creían que se
podía permitir que siguiera desarrollándose indefinidamente, sin tener en
cuenta nada más. El conocimiento era el bien supremo, la verdad el máximo
valor; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que las ideas ya
empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por
trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La
producción en masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad
universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y
la belleza, no. Y, desde luego, siempre que las masas alcanzaban el poder
político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar
de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La gente
seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos.
Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo.
¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de
ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a
poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba dispuesta hasta a que
pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y
desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde
luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su
precio. Y usted tendrá que pagarlo, Mr. Watson; tendrá que pagar porque le
interesaba demasiado la belleza. A mí me interesaba demasiado la verdad; y
tuve que pagar también.
—Pero usted no fue a una isla —dijo el Salvaje, rompiendo un largo
silencio.