Page 127 - Un-mundo-feliz-Huxley
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que,  por  una  razón  u  otra,  han  adquirido  excesiva  consciencia  de  su  propia
                  individualidad  para  poder  vivir  en  comunidad.  Todas  las  personas  que  no  se
                  conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas
                  que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.
                        Helmholtz se echó a reír.
                        —Entonces, ¿por qué no está también usted en una isla?
                        —Porque,  a  fin  de  cuentas,  preferí  esto  —contestó  el  Interventor—.  Me
                  dieron a elegir o me enviaban a una isla, donde hubiese podido seguir con mi
                  ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del Interventor, con la perspectiva
                  de  llegar  en  su  día  a  ocupar  el  cargo  de  tal.  Me  decidí  por  esto  último,  y
                  abandoné la ciencia. —Tras un breve silencio agregó—: De vez en cuando echo
                  mucho de menos la ciencia. La felicidad es un patrón muy duro, especialmente
                  la  felicidad  de  los  demás.  Un  patrón  mucho  más  severo,  si  uno  no  ha  sido
                  condicionado  para  aceptarla,  que  la  verdad.  —Suspiró,  recayó  en  el  silencio  y
                  después prosiguió, en tono más vivaz—: Bueno, el deber es el deber. No cabe
                  prestar oído a las propias preferencias. Me interesa la verdad. Amo la ciencia.
                  Pero la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro público. Tan peligroso
                  como  benéfico  ha  sido.  Nos  ha  proporcionado  el  equilibrio  más  estable  de  la
                  historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en comparación con
                  el  nuestro;  ni  siquiera  el  de  los  antiguos  matriarcados  fue  tan  firme  como  el
                  nuestro. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia
                  destruya su propia obra. Por esto limitamos tan escrupulosamente el alcance de
                  sus investigaciones; por esto estuve a punto de ser enviado a una isla. Sólo le
                  permitimos  tratar  de  los  problemas  más  inmediatos  del  momento.  Todas  las
                  demás  investigaciones  son  condenadas  a  morir  en  ciernes.  Es  curioso  —
                  prosiguió  tras  breve  pausa—  leer  lo  que  la  gente  que  vivía  en  los  tiempos  de
                  Nuestro Ford escribía acerca del progreso científico. Al parecer, creían que se
                  podía  permitir  que  siguiera  desarrollándose  indefinidamente,  sin  tener  en
                  cuenta  nada  más.  El  conocimiento  era  el  bien  supremo,  la  verdad  el  máximo
                  valor;  todo  lo  demás  era  secundario  y  subordinado.  Cierto  que  las  ideas  ya
                  empezaban  a  cambiar  aun  entonces.  Nuestro  Ford  mismo  hizo  mucho  por
                  trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La
                  producción  en  masa  exigía  este  cambio  fundamental  de  ideas.  La  felicidad
                  universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y
                  la  belleza,  no.  Y,  desde  luego,  siempre  que  las  masas  alcanzaban  el  poder
                  político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar
                  de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La gente
                  seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos.
                  Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo.
                  ¿De  qué  sirven  la  verdad,  la  belleza  o  el  conocimiento  cuando  las  bombas  de
                  ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a
                  poner  coto  a  la  ciencia.  A  la  sazón,  la  gente  ya  estaba  dispuesta  hasta  a  que
                  pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y
                  desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde
                  luego.  Pero  no  la  felicidad.  Las  cosas  hay  que  pagarlas.  La  felicidad  tenía  su
                  precio.  Y  usted  tendrá  que  pagarlo,  Mr.  Watson;  tendrá  que  pagar  porque  le
                  interesaba  demasiado  la  belleza.  A  mí  me  interesaba  demasiado  la  verdad;  y
                  tuve que pagar también.
                        —Pero  usted  no  fue  a  una  isla  —dijo  el  Salvaje,  rompiendo  un  largo
                  silencio.
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