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de fijaciones infantiles y embrionarias. Claro que todos nosotros —prosiguió el
Interventor, meditabundo— vivimos en el interior de un frasco. Mas para los
Alfas, los frascos, relativamente hablando, son enormes. Nosotros sufriríamos
horriblemente si fuésemos confinados en un espacio más estrecho. No se puede
verter sucedáneo de champaña de las clases altas en los frascos de las castas
bajas. Ello es evidente, ya en teoría. Pero, además, fue comprobado en la
práctica. El resultado del experimento de Chipre fue concluyente.
—¿En qué consistió? —preguntó el Salvaje.
Mustafá Mond sonrió.
—Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un experimento de reenvasado.
Se inició en el año 73 d.F. Los Interventores limpiaron la isla de Chipre de todos
sus habitantes anteriores y la colonizaron de nuevo con una hornada
especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les otorgó toda clase de
utillaje agrícola e industrial y se les dejó que se las arreglaran por sí mismos. El
resultado cumplió exactamente todas las previsiones teóricas. La tierra no fue
trabajada como se debía; había huelgas en las fábricas, las leyes no se cumplían,
las órdenes no se obedecían; las personas destinadas a trabajos inferiores
intrigaban constantemente por conseguir altos empleos, y las que ocupaban
estos cargos intrigaban a su vez para mantenerse en ellos a toda costa. Al cabo
de seis años se enzarzaron en una auténtica guerra civil. Cuando ya habían
muerto diecinueve mil de los veintidós mil habitantes, los supervivientes,
unánimemente, pidieron a los Interventores Mundiales que volvieran a asumir
el gobierno de la isla, cosa que éstos hicieron. Y así acabó la única sociedad de
Alfas que ha existido en el mundo.
El Salvaje suspiró profundamente.
—La población óptima —dijo Mustafá Monds— es la que se parece a los
icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una novena
parte por encima.
—¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?
—Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más felices que
sus dos amigos, por ejemplo.
Y señalo a Helmholtz y a Bernard.
—¿A pesar de su horrible trabajo?
—¿Horrible? A ellos no se lo parece. Al contrario, les gusta. Es ligero,
sencillo, infantil. Siete horas y media de trabajo suave, que no agota, y después
la ración de soma, los juegos, la copulación sin restricciones y el sensorama.
¿Qué más pueden pedir? Sí, ciertamente —agregó—, pueden pedir menos horas
de trabajo. Y, desde luego, podríamos concedérselo. Técnicamente, sería muy
fácil reducir la jornada de los trabajadores de castas inferiores a tres o cuatro
horas. Pero ¿serían más felices así? No, no lo serían. El experimento se llevó a
cabo hace más de siglo y medio. En toda Irlanda se implantó la jornada de
cuatro horas. ¿Cuál fue el resultado? Inquietud y un gran aumento en el
consumo de soma; nada más. Aquellas tres horas y media extras de ocio no
resultaron, ni mucho menos, una fuente de felicidad; la gente se sentía inducida
a tomarse vacaciones para librarse de ellas. La Oficina de Inventos está atestada
de planes para implantar métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de
ellos. —Mustafá hizo un amplio ademán—. ¿Por qué no los ponemos en obra?
Por el bien de los trabajadores; sería una crueldad atormentarles con más horas
de asueto. Lo mismo ocurre con la agricultura. Si quisiéramos, podríamos
producir sintéticamente todos los comestibles. Pero no queremos. Preferimos
mantener a un tercio de la población a base de lo que producen los campos. Por