Page 123 - Un-mundo-feliz-Huxley
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impunidad, Mr. Marx —agregó, volviéndose hacia Bernard—, cosa que me temo
                  usted no pueda hacer.
                        Bernard se hundió todavía más en su desdicha.
                        —Pero, ¿por qué está prohibido? —preguntó el Salvaje.
                        En  la  excitación  que  le  producía  el  hecho  de  conocer  a  un  hombre  que
                  había leído a Shakespeare, había olvidado momentáneamente todo lo demás.
                        El Interventor se encogió de hombros.
                        —Porque es antiguo; ésta es la razón principal. Aquí las cosas antiguas no
                  nos son útiles.
                        —¿Aunque sean bellas?
                        —Especialmente  cuando  son  bellas.  La  belleza  ejerce  una  atracción,  y
                  nosotros  no  queremos  que  la  gente  se  sienta  atraída  por  cosas  antiguas.
                  Queremos que les gusten las nuevas.
                        —¡Pero si las nuevas  son horribles, estúpidas! ¡Esas películas en  las que
                  sólo salen helicópteros y el público siente cómo los actores se besan! —John hizo
                  una mueca—. «¡Cabrones y monos!».
                        Sólo  en  estas  palabras  de  Otelo  encontraba  el  vehículo  adecuado  para
                  expresar su desprecio y su odio.
                        —En todo caso, animales inofensivos —murmuró el Interventor, a modo de
                  paréntesis.
                        —¿Por qué, en lugar de esto, no les permite leer Otelo?
                        —Ya se lo he dicho: es antiguo. Además, no lo entenderían.
                        Sí,  esto  era  cierto.  John  recordó  cómo  se  había  reído  Helmholtz  ante  la
                  lectura de Romeo y Julieta.
                        —Bueno, pues entonces —dijo tras una pausa—, algo nuevo que sea por el
                  estilo de Otelo y que ellos puedan comprender.
                        —Esto es lo que todos hemos estado deseando escribir —dijo Helmholtz,
                  rompiendo su prolongado silencio.
                        —Y esto es lo que ustedes nunca escribirán —dijo el Interventor—. Porque
                  si fuese algo parecido a Otelo, nadie lo entendería, por más nuevo que fuese. Y si
                  fuese nuevo, no podría parecerse a Otelo.
                        —¿Por qué no?
                        —Sí, ¿por qué no? —repitió Helmholtz.
                        También él olvidaba las desagradables realidades de la situación. Lívido de
                  ansiedad y de miedo, sólo Bernard las recordaba; pero los demás le ignoraban.
                        —¿Por qué no?
                        —Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar
                  coches  sin  acero;  y  no  se  pueden  crear  tragedias  sin  inestabilidad  social.
                  Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca
                  desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo; nunca está enferma;
                  no  teme  la  muerte;  ignora  la  pasión  y  la  vejez;  no  hay  padres  ni  madres  que
                  estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros
                  hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo
                  que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma. El soma
                  que  usted  arroja  por  la  ventana  en  nombre  de  la  libertad,  Mr.  Salvaje.  ¡La
                  libertad! —El Interventor soltó una carcajada—. ¡Suponer que los Deltas pueden
                  saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan entender Otelo! Pero, ¡muchacho!
                        El Salvaje guardó silencio un momento.
                        —Sin embargo —insistió obstinadamente—, Otelo es bueno, Otelo es mejor
                  que esos filmes del sensorama.
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