Page 122 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 122

Capítulo XVI




                        Los hicieron entrar en el despacho del Interventor.
                        —Su Fordería bajará enseguida —dijo el mayordomo Gamma.
                        Y los dejó solos.
                        Helmoltz se echó a reír.
                        —Esto parece más una recepción social que un juicio —dijo. Y se dejó caer
                  en el más confortable de los sillones neumáticos—. Ánimo, Bernard —agregó, al
                  advertir el rostro preocupado de su amigo.
                        Pero  Bernard  no  quería  animarse;  sin  contestar,  sin  mirar  siquiera  a
                  Helmholtz,  se  sentó  en  la  silla  más  incómoda  de  la  estancia,  elegida
                  cuidadosamente  con  la  oscura  esperanza  de  aplacar  así  las  iras  de  los  altos
                  poderes.
                        Entretanto, el Salvaje no cesaba de agitarse; iba de un lado para otro del
                  despacho, curioseándolo todo, sin demasiado interés: los libros de los estantes,
                  los rollos de cinta sonora y las bobinas de las máquinas de leer colocadas en sus
                  orificios  numerados.  Encima  de  la  mesa,  junto  a  la  ventana,  había  un  grueso
                  volumen encuadernado en sucedáneo de piel negra, en cuya tapa aparecía una T
                  muy grande estampada en oro. John lo cogió y lo abrió. Mi vida y mi obra, por
                  Nuestro Ford.
                        El  libro  había  sido  publicado  en  Detroit  por  la  Sociedad  para  la
                  Propagación del Conocimiento Fordiano. Distraídamente, lo ojeó, leyendo una
                  frase acá y un párrafo acullá, y apenas había llegado a la conclusión de que el
                  libro  no  le  interesaba  cuando  la  puerta  se  abrió,  y  el  interventor  Mundial
                  Residente para la Europa Occidental entró en la estancia, con paso vivo.
                        Mustafá  Mond  estrechó  la  mano  a  los  tres  hombres;  pero  se  dirigió  al
                  Salvaje:
                        —De modo que nuestra civilización no le gusta mucho, Mr. Salvaje —dijo.
                        El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado la decisión  de mentir, de
                  bravuconear  o  de  guardar  un  silencio  obstinado.  Pero,  tranquilizado  por  la
                  expresión  comprensiva  y  de  buen  humor  del  Interventor,  decidió  decir  la
                  verdad, honradamente:
                        —No.
                        Y movió la cabeza.
                        Bernard  se  sobresaltó  y  lo  miró,  horrorizado.  ¿Qué  pensaría  el
                  Interventor?  Ser  etiquetado  como  amigo  de  un  hombre  que  decía  que  no  le
                  gustaba la civilización —que lo decía abiertamente y nada menos que al propio
                  Interventor— era algo terrible.
                        —Pero, John… —empezó.
                        Una mirada de Mustafá Mond lo redujo a un silencio abyecto.
                        —Desde  luego  —prosiguió  el  Salvaje—,  admito  que  hay  algunas  cosas
                  excelentes. Toda esta música en el aire, por ejemplo…
                        —«A veces un millar de instrumentos sonoros zumban en mis oídos; otras
                  veces son voces…»
                        El rostro del Salvaje se iluminó con súbito placer.
                        —¿También  usted  lo  ha  leído?  —preguntó—.  Yo  creía  que  aquí,  en
                  Inglaterra, nadie conocía este libro.
                        —Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está prohibido, ¿comprende?
                  Pero  como  yo  soy  quien  hace  las  leyes,  también  puedo  quebrantarlas.  Con
   117   118   119   120   121   122   123   124   125   126   127