Page 120 - Un-mundo-feliz-Huxley
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amigos podían morir asesinados si él no los ayudaba, pero que también él podía
                  morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) hizo irrupción la policía con
                  las máscaras puestas, que les prestaban el aspecto estrafalario de unos cerdos de
                  ojos saltones.
                        Bernard  corrió  a  su  encuentro,  agitando  los  brazos;  aquello  era  actuar,
                  hacer  algo.  Gritó  «¡Socorro!»  varias  veces,  cada  vez  más  fuerte,  como  para
                  hacerse la ilusión de que ayudaba en algo:
                        —¡Socorro, socorro, socorro!
                        Los policías lo apartaron de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres agentes,
                  que  llevaban  sendos  aparatos  pulverizadores  en  la  espalda,  empezaron  a
                  esparcir  vapores  de  soma  por  los  aires.  Otros  dos  se  afanaron  en  torno  del
                  Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro, armados con sendas pistolas
                  de agua cargadas con un poderoso anestésico, se habían abierto paso entre la
                  multitud,  y  derribaban  metódicamente,  a  jeringazos,  a  los  luchadores  más
                  encarnizados.
                        —¡Rápido, rápido! —chillaba Bernard—. ¡Les matarán si no se dan prisa!
                  Les… ¡Oh!
                        Irritado  por  sus  chillidos,  uno  de  los  policías  le  lanzó  un  disparo  de  su
                  pistola de agua. Bernard permaneció unos segundos tambaleándose sobre unas
                  piernas que parecían haber perdido los huesos, los tendones y los músculos para
                  convertirse en simples columnas de gelatina y al fin agua pura, y se desplomó en
                  el suelo como un fardo.
                        Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió una Voz que empezó a
                  hablar. La Voz de la Razón, la Voz de los Buenos Sentimientos. El rollo de pista
                  sonora soltaba su Discurso Sintético Anti-Algazaras número 2 (segundo grado).
                  Desde lo más profundo de un corazón no existente, la Voz clamaba: «¡Amigos
                  míos, amigos míos!», tan patéticamente, con tal entonación de tierno reproche
                  que,  detrás  de  sus  máscaras  antigás,  hasta  a  los  policías  se  les  llenaron  de
                  lágrimas los ojos.
                        —¿Qué significa eso?  —proseguía la Voz—.  ¿Por  qué no sois felices y no
                  sois buenos los unos para con los otros, todos juntos? Felices y buenos —repetía
                  la Voz—. En paz, en paz. —Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y
                  expiró  momentáneamente—.  ¡Oh,  cuánto  deseo  veros  felices!  —empezó  de
                  nuevo, con ardor—. ¡Cómo deseo que seáis buenos! Por favor, sed buenos y…
                        Dos  minutos  después,  la  Voz  y  el  vapor  de  soma  habían  producido  su
                  efecto. Con los ojos anegados en lágrimas,  los Deltas se besaban  y abrazaban
                  mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta Helmholtz y el
                  Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración llegó una nueva carga de
                  cajitas  de  soma;  a  toda  prisa  se  procedió  a  repartirlas,  y  al  son  de  las
                  bendiciones  cariñosas,  abaritonadas,  de  la  Voz,  los  mellizos  se  dispersaron,
                  berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.
                        —Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford os salve! Adiós, adiós, mis
                  queridísimos…
                        Cuando el último Delta hubo salido, el policía desconectó el aparato, y la
                  voz angélical enmudeció.
                        —¿Seguirán ustedes sin ofrecer resistencia?  —preguntó el sargento—. ¿O
                  tendré que anestesiarles?
                        Y levantó amenazadoramente su pistola de agua.
                        —No     ofreceremos     resistencia   —contestó     el   Salvaje,   secándose
                  alternativamente la sangre que brotaba de un corte que tenía en los labios, de un
                  arañazo en el cuello y de un mordisco en la mano izquierda.
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