Page 119 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—Diga.
                        Después, tras unos momentos de escucha, soltó un taco:
                        —¡Ford en su carromato! Voy enseguida.
                        —¿Qué ocurre? —preguntó Bernard.
                        —Era un tipo del Hospital de Lane Park, al que conozco —dijo Helmholtz—
                  .  Dice  que  el  Salvaje  está  allí.  Al  parecer,  se  ha  vuelto  loco.  En  todo  caso,  es
                  urgente. ¿Me acompañas?
                        Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.
                        —¿Cómo puede gustaros ser esclavos? —decía el Salvaje en el momento en
                  que sus dos amigos entraron en el Hospital—. ¿Cómo puede gustaros ser niños?
                  Sí,  niños.  Berreando  y  haciendo  pucheros  y  vomitando  —agregó,  insultando,
                  llevado  por  la  exasperación  ante  su  bestial  estupidez,  a  quienes  se  proponía
                  salvar.
                        Los Deltas le miraban con resentimiento.
                        —¡Sí, vomitando! —gritó claramente. El dolor y el remordimiento parecían
                  reabsorbidos  en  un  intenso  odio  todopoderoso  contra  aquellos  monstruos
                  infrahumanos—.  ¿No  deseáis  ser  libres  y  ser  hombres?  ¿Acaso  no  entendéis
                  siquiera lo que son la humanidad y la libertad? —El furor le prestaba elocuencia;
                  las palabras acudían fácilmente a sus labios—. ¿No lo entendéis? —repitió; pero
                  nadie contestó a su pregunta—. Bien, pues entonces —prosiguió, sonriendo— yo
                  os lo enseñaré; y os liberaré tanto si queréis como si no.
                        Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del Hospital
                  empezó a arrojar a puñados las cajitas de tabletas de soma.
                        Por  un  momento,  la  multitud  caqui  permaneció  silenciosa,  petrificada,
                  ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y horror.
                        —Está  loco  —susurró  Bernard,  con  los  ojos  fuera  de  las  órbitas—.  Lo
                  matarán. Lo…
                        Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en movimiento
                  avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.
                        —¡Ford le ayude! —dijo Bernard, y apartó los ojos.
                        —Ford ayuda a quien se ayuda.
                        Y,  soltando  una  carcajada,  una  auténtica  carcajada  de  exaltación,
                  Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.
                        —¡Libres, libres! —gritaba el Salvaje.
                        Y  con  una  mano  seguía  arrojando  soma  por  la  ventana,  mientras  con  la
                  otra pegaba puñetazos a las caras gemelas de sus atacantes.
                        —¡Libres!
                        Y  vio  a  Helmholtz  a  su  lado  —«¡el  bueno  de  Helmholtz!»—,  pegando
                  puñetazos también.
                        —¡Hombres al fin!
                        Y,  en  el  intervalo,  el  Salvaje  seguía  arrojando  puñados  de  cajitas  de
                  tabletas por la ventana abierta.
                        —¡Sí, hombres, hombres!
                        Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en alto la caja y la mostró,
                  vacía, a la multitud.
                        —¡Sois libres!
                        Aullando, los Deltas cargaron con furor redoblado.
                        Vacilando,  Bernard  se  dijo:  «Están  perdidos»,  y  llevado  por  un  súbito
                  impulso, corrió hacia delante para ayudarles; luego lo pensó mejor y se detuvo;
                  después,  avergonzado,  avanzó  otro  paso;  de  nuevo  cambió  de  parecer  y  se
                  detuvo,  en  una  agonía  de  indecisión  humillante.  Estaba  pensando  que  sus
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