Page 118 - Un-mundo-feliz-Huxley
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de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín convocando a
las armas. «¡Oh, maravilloso nuevo mundo!».
—¡No empujen! —gritó el delegado del subadministrador, enfurecido.
Cerró de golpe la tapa de la caja negra—. Dejaré de repartir soma si no se portan
bien.
Los Deltas rezongaron, se dieron con el codo unos a otros, y al fin
permanecieron inmóviles y en silencio.
La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres, la sola idea de verse
privados del soma se les antojaba horrible.
—¡Eso ya está mejor! —dijo el joven.
Y volvió a abrir la caja.
Linda había sido una esclava; Linda había muerto; otros debían vivir en
libertad y el mundo debía recobrar su belleza. Como una reparación, como un
deber que cumplir, de pronto, el Salvaje vio luminosamente claro lo que debía
hacer; fue como si hubiesen abierto de pronto un postigo o corrido una cortina.
—Vamos —dijo el delegado del subadministrador.
Otra mujer caqui dio un paso al frente.
—¡Basta! —gritó el Salvaje, con sonora y potente voz—. ¡Basta!
Se abrió paso a codazos hasta la mesa; los Deltas lo miraban asombrados.
—¡Ford! —dijo el delegado del subadministrador, en voz baja—. ¡Es el
Salvaje!
Lo sobrecogió el temor.
—Oídme, por favor —gritó el Salvaje, con entusiasmo—. Prestadme oído…
—Nunca había hablado en público hasta entonces, y le resultaba difícil expresar
lo que quería decir—. No toméis esta sustancia horrible. Es veneno, veneno.
—Bueno, Mr. Salvaje —dijo el delegado del subadministrador, sonriendo
amistosamente—. ¿Le importaría que…?
—Es un veneno tanto para el cuerpo como para el alma.
—Está bien, pero tenga la bondad de permitirme que siga con el reparto.
Sea buen muchacho.
—¡Jamás! —gritó el Salvaje.
—Pero, oiga, amigo…
—Tire inmediatamente ese horrible veneno.
Las palabras «tire inmediatamente ese veneno» se abrieron paso a través
de las capas de incomprensión de los Deltas hasta alcanzar su conciencia. Un
murmullo de enojo brotó de la multitud.
—He venido a traeros la paz —dijo el Salvaje, volviéndose hacia los
mellizos—. He venido…
El delegado del subadministrador no oyó más; se había deslizado fuera del
vestíbulo y buscaba un número de la guía telefónica.
—No está en sus habitaciones —resumió Bernard—. Ni en las mías, ni en
las tuyas. Ni en el Aphroditcum; ni en el Centro, ni en la Universidad. ¿Adónde
puede haber ido?
Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto de su trabajo confiando
que encontrarían al Salvaje esperándoles en alguno de sus habituales lugares de
reunión; y no había ni rastro del muchacho. Lo cual era un fastidio, puesto que
tenían el proyecto de llegarse hasta Biarritz en el deporticóptero de cuatro
plazas de Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía pronto, llegarían tarde a la cena.
—Le concederemos cinco minutos más —dijo Helmholtz—. Y si entonces
no aparece…
El timbre del teléfono lo interrumpió. Descolgó el receptor.