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Capítulo XV




                        El personal del Hospital de Moribundos de Park Lane estaba constituido
                  por ciento sesenta y dos Deltas divididos en dos Grupos Bokanovsky de ochenta
                  y  cuatro  hembras  pelirrojas  y  setenta  y  dos  mellizos  varones,  dolicocéfalos  y
                  morenos. A las seis de la tarde, cuando terminaban su jornada de trabajo, los
                  dos  grupos  se  reunían  en  el  vestíbulo  del  hospital  y  el  delegado
                  subadministrador les distribuía su ración de soma.
                        Al  salir  del  ascensor,  el  Salvaje  se  encontró  en  medio  de  ellos.  Pero  su
                  mente  estaba  ausente;  se  hallaba  con  la  muerte,  con  su  dolor,  con  su
                  remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que hacía, empezó a
                  abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.
                        —¡Eh! ¿A quién empujas?
                        —¿Adónde te figuras que vas?
                        Aguda,  grave,  de  una  multitud  de  gargantas  separadas  sólo  dos  voces
                  chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como por una serie de espejos,
                  dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña, pecosa y aureolada de
                  rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico de ave, con barba de dos días,
                  se  volvían  enojados  a  su  paso.  Sus  palabras  y  los  codazos  que  recibía  en  las
                  costillas lograron devolver a John la conciencia del lugar donde se encontraba.
                  Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su alrededor, y reconoció lo que
                  veía;  lo  reconoció  con  una  sensación  profunda  de  horror  y  de  asco,  como  el
                  repetido  delirio  de  sus  días  y  sus  noches,  la  pesadilla  de  aquellas  semejanzas
                  perfectas,  inidentificables,  que  pululaban  por  doquier.  Mellizos,  mellizos…
                  Como gusanos, habían formado un enjambre profanador sobre el misterio de la
                  muerte de Linda.
                        —¡Reparto  de  soma!  —gritó  una  voz—.  Con  orden,  por  favor.  Venga,
                  deprisa.
                        Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en el
                  vestíbulo.  La  voz  procedía  de  un  dinámico  joven  Alfa,  que  había  entrado
                  llevando  en  brazos  una  pequeña  arca  de  hierro,  negra.  Un  murmullo  de
                  satisfacción  brotó  de  labios  de  la  multitud  de  mellizos  que  esperaban.
                  Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba ahora enteramente
                  concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla colocado encima de la
                  mesa, la estaba abriendo.
                        Levantó la tapa.
                        —¡Oooh…! —exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas simultáneamente,
                  como si presenciaran un castillo de fuegos artificiales.
                        El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.
                        —Y ahora —dijo el joven, perentoriamente—, acérquense, por favor. Uno
                  por uno, y sin empujar.
                        Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero
                  dos varones, después una hembra, después otro varón, después tres hembras,
                  después…
                        El  Salvaje  seguía  mirando.  «¡Oh,  maravilloso  nuevo  mundo!  ¡Oh,
                  maravilloso  nuevo  mundo!».  En  su  mente,  las  rítmicas  palabras  parecían
                  cambiar  de  tono.  Se  habían  mofado  de  él  a  través  de  su  dolor  y  su
                  remordimiento,  con  un  horrible  matiz  de  cínica  irrisión.  Riendo  como  malos
                  espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda fealdad
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