Page 117 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 117
Capítulo XV
El personal del Hospital de Moribundos de Park Lane estaba constituido
por ciento sesenta y dos Deltas divididos en dos Grupos Bokanovsky de ochenta
y cuatro hembras pelirrojas y setenta y dos mellizos varones, dolicocéfalos y
morenos. A las seis de la tarde, cuando terminaban su jornada de trabajo, los
dos grupos se reunían en el vestíbulo del hospital y el delegado
subadministrador les distribuía su ración de soma.
Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró en medio de ellos. Pero su
mente estaba ausente; se hallaba con la muerte, con su dolor, con su
remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que hacía, empezó a
abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.
—¡Eh! ¿A quién empujas?
—¿Adónde te figuras que vas?
Aguda, grave, de una multitud de gargantas separadas sólo dos voces
chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como por una serie de espejos,
dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña, pecosa y aureolada de
rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico de ave, con barba de dos días,
se volvían enojados a su paso. Sus palabras y los codazos que recibía en las
costillas lograron devolver a John la conciencia del lugar donde se encontraba.
Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su alrededor, y reconoció lo que
veía; lo reconoció con una sensación profunda de horror y de asco, como el
repetido delirio de sus días y sus noches, la pesadilla de aquellas semejanzas
perfectas, inidentificables, que pululaban por doquier. Mellizos, mellizos…
Como gusanos, habían formado un enjambre profanador sobre el misterio de la
muerte de Linda.
—¡Reparto de soma! —gritó una voz—. Con orden, por favor. Venga,
deprisa.
Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en el
vestíbulo. La voz procedía de un dinámico joven Alfa, que había entrado
llevando en brazos una pequeña arca de hierro, negra. Un murmullo de
satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos que esperaban.
Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba ahora enteramente
concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla colocado encima de la
mesa, la estaba abriendo.
Levantó la tapa.
—¡Oooh…! —exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas simultáneamente,
como si presenciaran un castillo de fuegos artificiales.
El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.
—Y ahora —dijo el joven, perentoriamente—, acérquense, por favor. Uno
por uno, y sin empujar.
Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero
dos varones, después una hembra, después otro varón, después tres hembras,
después…
El Salvaje seguía mirando. «¡Oh, maravilloso nuevo mundo! ¡Oh,
maravilloso nuevo mundo!». En su mente, las rítmicas palabras parecían
cambiar de tono. Se habían mofado de él a través de su dolor y su
remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos
espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda fealdad