Page 116 - Un-mundo-feliz-Huxley
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(¡pobrecillos!) que habían cesado en su juego y miraban boquiabiertos y con los
ojos desorbitados aquella escena repugnante que tenía lugar en torno a la cama
número 20. ¿Debía hablar a aquel hombre? ¿Debía intentar inculcarle el sentido
de la decencia? ¿Debía recordarle dónde se encontraba y el daño que podía
causar a aquellos pobres inocentes? ¡Destruir su condicionamiento ante la
muerte con aquella explosión asquerosa de dolor, como si la muerte fuese algo
horrible, como si alguien pudiera llegar a importar tanto! Ello podía inculcar a
aquellos chiquillos ideas desastrosas sobre la muerte, podía trastornarles e
inducirles a reaccionar en forma enteramente errónea, horriblemente antisocial.
La enfermera, avanzando un paso, tocó a John en el hombro.
—¿No puede reportarse? —le dijo en voz baja airada.
Pero, mirando a su alrededor, vio que media docena de mellizos se habían
levantado ya y se acercaban a ellos. La enfermera salió apresuradamente al paso
de sus alumnos en peligro.
—Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate? —preguntó en voz alta y
alegre.
—¡Yo! —gritó a coro todo el grupo Bokanovsky.
La cama número 20 había sido olvidada.
«¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío…!», repetía el Salvaje para sí, una y
otra vez.
En el caos del dolor y remordimiento que llenaban su mente, eran las
únicas palabras que lograba articular.
—¡Dios mío! —susurró—. ¡Dios…!
—Pero, ¿qué dice? —preguntó, muy cerca, una voz clara y aguda, entre los
murmullos de la Super-Wurlitzer.
El Salvaje se sobresaltó violentamente y, descubriendo su rostro, miró a su
alrededor. Cinco mellizos caqui, cada uno con una larga barrita de chocolate en
la mano derecha, sus cinco rostros idénticos embardunados de chocolate,
formaban círculo a su alrededor, mirándole con ojos saltones y perrunos.
Las miradas de los cinco mellizos coincidieron con la de John, y los cinco
sonrieron simultáneamente. Uno de ellos señaló la cama con su barrita de
chocolate.
—¿Está muerta? —preguntó.
El Salvaje los miró un momento en silencio. Después, en silencio, se
levantó, y en silencio se dirigió lentamente hacia la puerta.
—¿Está muerta? —repitió el mellizo, curioso, trotando a su lado.
El Salvaje lo miró, y sin decir palabra, lo apartó de sí de un empujón. El
mellizo cayó al suelo e inmediatamente empezó a chillar. El Salvaje ni siquiera
se volvió.