Page 115 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Y John sintió como si le hubiese arrojado a la cara una paletada de basura.
La ira hirvió súbitamente en él. Frustrado por segunda vez, la pasión de su
dolor había encontrado otra salida, se había transformado en una pasión de
furor agónico.
—¡Soy John! —gritó—. ¡Soy John!
Y en la furia dolorida llegó a cogerla por los hombros y a sacudirla.
Lentamente los ojos de Linda se abrieron, y le vio, le vio.
—¡John!
Pero situó aquel rostro real, aquellas manos reales y violentas en un
mundo imaginario, entre los equivalentes íntimos y privados del pachulí y la
Super-Wurlitzer, entre los recuerdos transfigurados y las sensaciones
extrañamente traspuestas que constituían el universo de su sueño. Sabía que era
John, su hijo, pero le veía como un intruso en el Malpaís paradisíaco donde ella
pasaba sus vacaciones de soma con Popé. John estaba enojado porque quería a
Popé, la sacudía de aquella manera porque Popé estaba en la cama, con él, como
si en ello hubiese algo malo, como si no hiciera lo mismo todo el mundo
civilizado.
—Todo el mundo pertenece a…
La voz de Linda murió súbitamente, convirtiéndose en un ronquido casi
inaudible; la boca se le abrió, y Linda hizo un esfuerzo desesperado para llenar
de aire sus pulmones. Pero era como si hubiese olvidado la técnica de la
respiración. Intentó gritar y no brotó sonido alguno de sus labios; sólo el terror
impreso en sus ojos abiertos revelaba el grado de su sufrimiento. Se llevó las
manos a la garganta, y después clavó las uñas en el aire, aquel aire que ya no
podía respirar, aquel aire que, para ella, había cesado de existir.
El Salvaje se hallaba de pie y se inclinó hacia ella.
—¿Qué te pasa, Linda? ¿Qué tienes?
Su voz tenía un tono de imploración, como si John pudiera ser
tranquilizado.
La mirada que Linda le lanzó aparecía cargada de un terror indecible; de
terror y, así se lo pareció a él, de reproche. Linda intentó incorporarse en la
cama, pero cayó sobre las almohadas. Su rostro se deformó horriblemente y sus
labios cobraron un intenso color azul. El Salvaje se volvió y corrió al otro
extremo de la sala.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —gritó—. ¡Deprisa!
De pie en el centro del ruedo de mellizos que jugaban al ratón y al gato, la
enfermera jefe se volvió. El primer impulso de asombro cedió lugar
inmediatamente a la desaprobación.
—¡No grite! ¡Piense en esos niños! —dijo, frunciendo el ceño—. Podría
descondicionarles… Pero, ¿qué hace?
John había roto el círculo para penetrar en él.
—¡Cuidado! —gritó la enfermera.
Un niño rompió a llorar.
—¡Deprisa! ¡Corra! —John cogió a la enfermera por un brazo,
arrastrándola consigo—. ¡Corra! Ha ocurrido algo. La he matado.
Cuando llegaron al otro extremo de la sala, Linda ya había muerto.
El Salvaje permaneció un momento en un silencio helado, después cayó de
hinojos junto a la cama y, cubriéndose la cara con las manos, sollozó
irreprimiblemente.
La enfermera permanecía de pie, indecisa, mirando, ora a la figura
arrodillada junto a la cama (¡escandalosa exhibición!), ora a los mellizos