Page 114 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a los
pies de su cama, mirando con la curiosidad estúpida y atemorizada de animales
súbitamente enfrentados con lo desconocido.
—¡Oh, mirad, mirad! —Hablaban en voz muy alta, asustados—. ¿Qué le
pasa? ¿Por qué está tan gorda?
Nunca hasta entonces habían visto una cara como la de Linda; nunca
habían visto más que caras juveniles y de piel tersa, y cuerpos esbeltos y
erguidos. Todos aquellos sexagenarios moribundos tenían el aspecto de
jovencitas. A los cuarenta y cuatro años, Linda parecía, por contraste, un
monstruo de senilidad fláccida y deformada.
—¡Es horrible! —sururraban los pequeños espectadores—. ¡Mirad qué
dientes!
De pronto, de debajo de la cama surgió un mellizo de cara de torta, entre la
silla de John y la pared y empezó a mirar de cerca la cara de Linda, sumida en el
sueño.
—¡Vaya…! —empezó.
Pero su frase acabó prematuramente en un chillido. El Salvaje lo había
agarrado por el cuello, lo había levantado por encima de la silla, y con un buen
sopapo en las orejas lo había despedido lejos, aullando.
Sus gritos atrajeron a la enfermera jefe, que acudió corriendo.
—¿Qué le ha hecho usted? —preguntó, enfurecida—. No permitiré que
pegue a los niños.
—Pues entonces apártelos de esta cama. —La voz del Salvaje temblaba de
indignación—. ¿Qué vienen a hacer esos mocosos aquí? ¡Es vergonzoso!
—¿Vergonzoso? ¿Qué quiere decir? Así les condicionamos ante la muerte.
Y le advierto —prosiguió amenazadoramente— que si vuelve usted a poner
obstáculos a su condicionamiento, lo haré echar por los porteros.
El Salvaje se levantó y avanzó dos pasos hacia ella. Sus movimientos y la
expresión de su rostro eran tan amenazadores que la enfermera, presa de terror,
retrocedió. Haciendo un gran esfuerzo, John se dominó, y, sin decir palabra, se
volvió en redondo y se sentó de nuevo junto a la cama.
Más tranquila, pero con una dignidad todavía un tanto insegura, la
enfermera dijo:
—Ya le he advertido; de modo que ande con cuidado.
Sin embargo, alejó de la cama a los excesivamente curiosos mellizos y los
hizo unirse al juego del ratón y el gato que una de sus colegas había organizado
al otro extremo de la sala.
La Super-Voz-Wurlitzerina había aumentado de volumen hasta llegar a un
crescendo sollozante, y de pronto la verbena fue sustituida en el sistema de
olores canalizados por un intenso perfume de pachulí. Linda se estremeció,
despertó, miró unos instantes, con expresión asombrada, a los semifinalistas,
levantó el rostro para olfatear una o dos veces el nuevo perfume que llenaba el
aire y de pronto sonrió, con una sonrisa de éxtasis infantil.
—¡Popé! —murmuró; y cerró los ojos—. ¡Oh, cuánto me gusta, cuánto me
gusta…!
Suspiró y se recostó de nuevo en las almohadas.
—Pero, ¡Linda! —imploró el Salvaje—. ¿No me reconoces?
John sintió una leve presión de la mano en respuesta a la suya. Las
lágrimas asomaron a sus ojos. Se inclinó y la besó. Los labios de Linda se
movieron.
—¡Popé! —susurró de nuevo.