Page 113 - Un-mundo-feliz-Huxley
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cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro del pequeño rectángulo del
cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un acuario: habitantes mudos,
pero agitados, de otro mundo.
Linda contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin comprender.
Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión de estupidizada felicidad.
De vez en cuando sus párpados se cerraban, y parecía adormilarse por unos
segundos. Después, con un ligero sobresalto, se despertaba de nuevo, y volvía al
acuario de los Campeonatos de Tenis, a la versión que ofrecía la Super-Voz-
Wurlitzeriana de «Abrázame hasta drogarme, amor mío», al cálido aliento de
verbena que brotaba el ventilador colocado por encima de su cabeza.
Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual formaba parte todo esto,
transformado y embellecido por el soma que circulaba por su sangre, y sonreía
con su sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.
—Bueno, tengo que irme —dijo la enfermera—. Está a punto de llegar el
grupo de niños. Además, debo atender al número 3. —Y señaló hacia un punto
de la sala—. Morirá de un momento a otro. Bueno, está usted en su casa.
Y se alejó rápidamente.
El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.
—Linda —murmuró, cogiéndole una mano.
Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos brilló el conocimiento.
Apretó la mano de su hijo, sonrió y movió los labios; después, súbitamente, la
cabeza le cayó hacia delante. Se había dormido. John permaneció a su lado,
mirándola, buscando a través de aquella piel envejecida —y encontrándola—,
aquella cara joven, radiante, que se asomaba sobre su niñez, en Malpaís,
recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus movimientos, todos los
acontecimientos de su vida en común. «Arre, estreptococos, a Banbury-T…»
¡Qué bien cantaba su madre! Y aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y
misteriosos se le antojaban!
Vitamina A, vitamina B, vitamina C,
la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.
Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las
lágrimas acudían a los ojos de John. Después, las lecciones de lectura: «El crío
está en el frasco; el gato duerme». Y las «Instrucciones Elementales para
Obreros Beta en el Almacén de Embriones». Y las largas veladas junto al fuego,
o, en verano, en la azotea de la casita, cuando ella le contaba aquellas historias
sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo
recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso de bondad y de belleza, John
conservaba todavía intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel Londres
real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de carne y hueso.
El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y, después
de secarse rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar en la sala lo
que parecía un río interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad.
Iban acercándose, mellizo tras mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros, su
rostro repetido —porque entre todos sólo tenían uno— miraba con expresión de
perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos saltones y descoloridos. El uniforme
de los niños era caqui. Todos iban con la boca abierta. Entraron chillando y
charlando por los codos. En un momento la sala quedó llena de ellos.
Hormigueaban entre las camas, trepaban por ellas, pasaban por debajo de las
mismas, a gatas, miraban la televisión o hacían muecas a los pacientes.