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Capítulo XIII
Henry Foster apareció a través de la luz crepuscular del Almacén de
Embriones.
—¿Quieres ir al sensorama esta noche?
Lenina negó con la cabeza, sin decir nada.
—¿Sales con otro?
A Henry le interesaba siempre saber cómo se emparejaban sus amigos.
—¿Con Benito, acaso? —preguntó.
Lenina volvió a negar con la cabeza.
Henry observó la expresión fatigada de aquellos ojos purpúreos, la palidez
de la piel bajo el brillo de lupus, y la tristeza que se revelaba en las comisuras de
aquellos labios escarlata, que se esforzaban por sonreír.
—¿No estarás enferma? —preguntó, un tanto preocupado, temiendo que
Lenina sufriera alguna de las escasas enfermedades infecciosas que aún
subsistían.
Por tercera vez Lenina negó con la cabeza.
—De todos modos, deberías ir a ver al médico —dijo Henry—: «Una visita
al doctor libra de todo dolor» —agregó, cordialmente, acompañando el dicho
hipnopédico con una palmada en el hombro—. Tal vez necesites un Sucedáneo
de Embarazo —sugirió—. O un fuerte tratamiento extra de S.P.V. Ya sabes que a
veces la potencia del sucedáneo de Pasión Violenta no está a la altura de…
—¡Oh, por el amor de Ford! —dijo Lenina, rompiendo su testarudo
silencio—. ¡Cállate de una vez!
Y volviéndole la espalda se ocupó de nuevo en sus embriones.
¿Conque un tratamiento de S.V.P.? Lenina se hubiese echado a reír, de no
haber sido porque estaba a punto de llorar. ¡Como si no tuviera bastante con su
propia P.V.! Mientras llenaba una jeringuilla suspiró profundamente. «John…
—murmuró para sí—, John…» Después se preguntó: «¡Ford! ¿Le habré dado a
éste la inyección contra la enfermedad del sueño? ¿O no se la he dado todavía?».
No podía recordarlo. Al fin decidió no correr el riesgo de administrar una
segunda dosis, y pasó al frasco siguiente de la hilera.
Veintidós años, ocho meses y cuatro días más tarde, un joven y
prometedor administrador Alfa-Menos, en Muanza-Muanza, moriría de
tripanosomiasis, el primer caso en más de medio siglo. Suspirando, Lenina
siguió con su tarea.
Una hora después, en el vestuario, Fanny protestaba enérgicamente:
—Es absurdo que te abandones a este estado. Sencillamente absurdo —
repitió—. Y todo, ¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo hombre!
—Pero es el único que quiero.
—Como si no hubiese millones de otros hombres en el mundo.
—Pero yo no los quiero.
—¿Cómo lo sabes si no lo has intentado?
—Lo he intentado.
—Pero, ¿con cuántos? —preguntó Fanny, encogiéndose despectivamente
de hombros—. ¿Con uno? ¿Con dos?
—Con docenas de ellos. Y fue inútil —dijo Lenina, moviendo la cabeza.