Page 106 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—Pues debes perseverar —le aconsejó Fanny, sentenciosamente. Pero era
evidente que su confianza en sus propias prescripciones había sido un tanto
socavada—. Sin perseverancia no se consigue nada.
—Pero entretanto…
—No pienses en él.
—No puedo evitarlo.
—Pues toma un poco de soma.
—Ya lo tomo.
—Pues sigue haciéndolo.
—Pero en los intervalos sigo queriéndole. Siempre le querré.
—Bueno, pues si es así —dijo Fanny con decisión—, ¿por qué no vas y te
haces con él? Tanto si quiere como si no.
—¡Si supieras cuán terriblemente raro estuvo!
—Razón de más para adoptar una línea de conducta firme.
—Es muy fácil decirlo.
—No te quedes pensando tonterías. Actúa. —La voz de Fanny sonaba como
una trompeta; parecía una conferenciante de la A.M.F. dando una charla
nocturna a un grupo de Beta-Menos adolescente—. Sí, actúa, inmediatamente.
Hazlo ahora mismo.
—Me daría vergüenza —dijo Lenina.
—Basta que tomes medio gramo de soma antes de hacerlo. Y ahora voy a
darme un baño.
El timbre sonó, y el Salvaje, que esperaba con impaciencia que Helmholtz
fuese a verle aquella tarde (porque, habiendo decidido por fin hablarle a
Helmholtz de Lenina, no podía aplazar ni un momento más sus confidencias),
saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta.
—Presentía que eras tú, Helmholtz —gritó, al tiempo que abría.
En el umbral, con un vestido de marinera blanco, de satén al acetato, y un
gorrito redondo, blanco también, ladeado picaronamente hacia la izquierda, se
hallaba Lenina.
—¡Oh! —exclamó el Salvaje, como si alguien acabara de asestarle un fuerte
porrazo.
Medio gramo había bastado para que Lenina olvidara sus temores y su
turbación.
—Hola, John —dijo, sonriendo.
Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró la puerta y la siguió.
Lenina se sentó. Sobrevino un largo silencio.
—Tengo la impresión de que no te alegras mucho de verme, John —dijo
Lenina al fin.
—¿Que no me alegro?
El Salvaje la miró con expresión de reproche; después, súbitamente, cayó
de rodillas ante ella y, cogiendo la mano de Lenina, la besó reverentemente.
—¿Que no me alegro? ¡Oh, si tú supieras! —susurró; y arriesgándose a
levantar los ojos hasta su rostro, prosiguió—: Admirada Lenina, ciertamente la
cumbre de lo admirable, digna de lo mejor que hay en el mundo.
Lenina le sonrió con almibarada ternura.
—¡Oh, tú, tan perfecta —Lenina se inclinaba hacia él con los labios
entreabiertos—, tan perfecta y sin par fuiste creada —Lenina se acercaba más y
más a él— con lo mejor de cada una de las criaturas! —Más cerca todavía. Pero
el Salvaje se levantó bruscamente—. Por eso —dijo, hablando sin mirarla—,
quisiera hacer algo primero… Quiero decir, demostrarte que soy digno de ti. Ya