Page 107 - Un-mundo-feliz-Huxley
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sé  que  no  puedo  serlo,  en  realidad.  Pero,  al  menos,  demostrarte  que  no  soy
                  completamente indigno. Quisiera hacer alguna cosa.
                        —Pero, ¿por qué consideras necesario…? —empezó Lenina.
                        Mas no acabó la frase. En su voz había sonado cierto matiz de irritación.
                  Cuando una mujer se ha inclinado hacia delante, acercándose más y más, con
                  los labios entreabiertos, para encontrarse de pronto, porque un zoquete se pone
                  de pie, inclinada sobre la nada… bueno, tiene todos los motivos para sentirse
                  molesta, aun con medio gramo de soma en la sangre.
                        —En  Malpaís  —murmuraba  incoherentemente  el  Salvaje—,  había  que
                  llevar a la novia la piel de un león de las montañas… Quiero decir cuando uno
                  desea casarse. O de un lobo.
                        —En Inglaterra no hay leones —dijo Lenina en tono casi ofensivo.
                        —Y  aunque  los  hubiera  —agregó  el  Salvaje  con  súbito  resentimiento  y
                  despecho—,  supongo  que  los  matarían  desde  los  helicópteros  o  con  gas
                  venenoso.  Y  esto  no  es  lo  que  yo  quiero,  Lenina.  —Se  cuadró,  se  aventuró  a
                  mirarla  y  descubrió  en  el  rostro  de  ella  una  expresión  de  incomprensión
                  irritada. Turbado, siguió, cada vez con menos coherencia—. Haré algo. Lo que tú
                  quieras.  Hay  deportes  que  son  penosos,  ya  lo  sabes.  Pero  el  placer  que
                  proporcionan  compensa  sobradamente.  Esto  es  lo  que  me  pasa.  Barrería  los
                  suelos por ti, si lo desearas.
                        —¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras!  —dijo  Lenina, asombrada—.  No es
                  necesario.
                        —Ya, ya sé que no es necesario. Pero se puede ejecutar ciertas bajezas con
                  nobleza. Me gustaría soportar algo con nobleza. ¿Me entiendes?
                        —Pero si hay aspiradoras…
                        —No, no es esto.
                        —… y semienanos Epsilones que las manejan  —prosiguió Lenina—, ¿por
                  qué…?
                        —¿Por qué? Pues… ¡por ti! ¡Por ti! Sólo para demostrarte que yo…
                        —¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con los leones…?
                        —Para demostrarte cuánto…
                        —… o con el hecho de que los leones se alegren de verme?
                        Lenina se exasperaba progresivamente.
                        —…  para  demostrarte  cuánto  te  quiero,  Lenina  —estalló  John,  casi
                  desesperadamente.
                        Como  símbolo  de  la  marea  ascendente  de  exaltación  interior,  la  sangre
                  subió a las mejillas de Lenina.
                        —¿Lo dices de veras, John?
                        —Pero  no  quería  decirlo  —exclamó  el  Salvaje,  uniendo  con  fuerza  las
                  manos  en  una  especie  de  agonía—.  No  quería  decirlo  hasta  que…  Escucha,
                  Lenina; en Malpaís la gente se casa.
                        —¿Se qué?
                        De nuevo la irritación se había deslizado en el tono de su voz. ¿Con qué le
                  salía ahora?
                        —Se unen para siempre. Prometen vivir juntos para siempre.
                        —¡Qué horrible idea!
                        Lenina se sentía sinceramente disgustada.
                        —Sobreviviendo  a  la  belleza  exterior,  con  un  alma  que  se  renueva  más
                  rápidamente de lo que la sangre decae…
                        —¿Cómo?
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