Page 109 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Con  los  zapatos  y  las  medias  puestas  y  el  gorrito  ladeado  en  la  cabeza,
                  Lenina se acercó a él:
                        —¡Amor mío, si lo hubieses dicho antes!
                        Lenina abrió los brazos.
                        Pero en lugar de decir también: ¡Amor mío! y de abrir los brazos, el Salvaje
                  retrocedió horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como
                  para ahuyentar a un animal intruso y peligroso.
                        Cuatro pasos hacia atrás, y se encontró acorralado contra la pared.
                        —¡Cariño! —dijo Lenina; y, apoyando las manos en sus hombros, se arrimó
                  a él—. Rodéame con tus brazos —le ordenó—. Abrázame hasta drogarme, amor
                  mío.  —También  ella  tenía  poesía  a  su  disposición,  conocía  palabras  que
                  cantaban, que eran como fórmulas mágicas y batir de tambores—. Bésame. —
                  Lenina  cerró  los  ojos,  y  dejó  que  su  voz  se  convirtiera  en  un  murmullo
                  soñoliento—. Bésame hasta que caiga en coma. Abrázame, amor mío…
                        El Salvaje la cogió por las muñecas, le arrancó las manos de sus hombros y
                  la apartó de sí a la distancia de un brazo.
                        —¡Uy, me haces daño, me… oh!
                        Lenina calló súbitamente. El terror le había hecho olvidar el dolor. Al abrir
                  los  ojos,  había  visto  el  rostro  de  John;  no,  no  el  suyo,  sino  el  de  un  feroz
                  desconocido, pálido, contraído, retorcido por un furor demente.
                        —Pero, ¿qué te pasa, John? —susurró Lenina.
                        El Salvaje no contestó. Se limitó a seguir mirándola a la cara con sus ojos
                  de  loco.  Las  manos  que  sujetaban  las  muñecas  de  Lenina  temblaban.  John
                  respiraba afanosamente, de manera  irregular. Débil, casi imperceptiblemente,
                  pero aterrador, Lenina oyó de pronto su crujir de dientes.
                        —¿Qué te pasa? —dijo casi en un chillido.
                        Y, como si su grito lo hubiese despertado, John la cogió por los hombros y
                  empezó a sacudirla.
                        —¡Ramera! —gritó—. ¡Ramera! ¡Impúdica buscona!
                        —¡Oh, no, no…! —protestó Lenina, con la voz grotescamente entrecortada
                  por las sacudidas.
                        —¡Ramera!
                        —¡Por favooor!
                        —¡Maldita ramera!
                        —Un graamo es meejor… —empezó Lenina.
                        El Salvaje la arrojó lejos de sí con tal fuerza que Lenina vaciló y cayó.
                        —Vete —gritó John, de pie a su lado, amenazadoramente—. Fuera de aquí,
                  si no quieres que te mate.
                        Y cerró los puños. Lenina levantó un brazo para protegerse la cara.
                        —No, por favor, no, John…
                        —¡Deprisa! ¡Rápido!
                        Con  un  brazo  levantado  todavía  y  siguiendo  todos  los  movimientos  de
                  John con ojos de terror, Lenina se puso en pie, y semiagachada y protegiéndose
                  la cabeza echó a correr hacia el cuarto de baño.
                        El ruido de la prodigiosa palmada con que John aceleró su marcha sonó
                  como un disparo de pistola.
                        —¡Oh! —exclamó Lenina, pegando un salto hacia delante.
                        Encerrada  con  llave  en  el  cuarto  de  baño,  y  a  salvo,  Lenina  pudo  hacer
                  inventario de sus contusiones. De pie, y de espaldas al espejo, volvió la cabeza.
                  Mirando por encima del hombro pudo ver la huella de una mano abierta que
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