Page 110 - Un-mundo-feliz-Huxley
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destacaba  muy  clara,  en  tono  escarlata,  sobre  su  piel  nacarada.  Se  frotó
                  cuidadosamente la parte dolorida.
                        Fuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la estancia a grandes pasos, de un
                  lado para otro, al compás de los tambores y la música de las palabras mágicas.
                  «El reyezuelo se lanza a ella, y la dorada mosquita se comporta impúdicamente
                  ante mis ojos». Enloquecedoramente, las palabras resonaban en sus oídos. «Ni
                  el  vaso  ni  el  sucio  caballo  se  lanzan  a  ello  con  apetito  más  desordenado.  De
                  cintura para abajo son centauros, aunque sean mujeres de cintura para arriba.
                  Hasta el ceñidor, son herederas de los dioses. Más abajo, todo es de los diablos.
                  Todo:  infierno,  tinieblas,  abismo  sulfuroso,  ardiente,  hirviente,  corrompido,
                  consumido»; ¡uf! «Dame una onza de algalia, buen boticario, para endulzar mi
                  imaginación».
                        —¡John! —osó decir una vocecilla que quería congraciarse al Salvaje, desde
                  el baño—. ¡John!
                        «¡Oh, tú, cizaña, que eres tan bella y hueles tan bien que los sentidos se
                  perecen por ti! ¿Para escribir en él "ramera" fue hecho tan bello libro? El cielo se
                  tapa la nariz ante ella…»
                        Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su alrededor, y la chaqueta de
                  John  aparecía  blanca  de  los  polvos  que  habían  perfumado  su  aterciopelado
                  cuerpo.
                        «Impúdica  zorra,  impúdica  zorra,  impúdica  zorra».  El  ritmo  inexorable
                  seguía martilleando por su cuenta. «Impúdica…»
                        —John, ¿no podrías darme mis ropas?
                        El  Salvaje  recogió  del  suelo  los  pantalones  acampanados,  la  blusa  y  la
                  prenda interior.
                        —¡Abre! —ordenó, pegando un puntapié a la puerta.
                        —No, no quiero.
                        La voz sonaba asustada y desconfiada.
                        —Bueno, pues, ¿cómo podré darte la ropa?
                        —Pásala por el ventilador que está en lo alto de la puerta.
                        John así lo hizo, y después reanudó su impaciente paseo por la estancia.
                  «Impúdica  zorra, impúdica zorra… El demonio de la Lujuria, con su redondo
                  trasero y su dedo de patata…»
                        —John.
                        El Salvaje no contestaba. «Redondo trasero y dedo de patata».
                        —John…
                        —¿Qué pasa? —preguntó John, ceñudo.
                        —¿Te…, te importaría darme mi cartuchera malthusiana?
                        Lenina permaneció sentada escuchando el rumor de los pasos en el cuarto
                  contiguo  y  preguntándose  cuánto  tiempo  podría  seguir  John  andando  de  un
                  lado para otro, si tendría que esperar a que saliera de su piso, o si, dejándole un
                  tiempo razonable para que se calmara un tanto su locura, podría abrir la puerta
                  del lavabo y salir a toda prisa.
                        Sus  inquietas  especulaciones  fueron  interrumpidas  por  el  sonido  del
                  teléfono en el cuarto contiguo. El paseo de John se interrumpió bruscamente.
                  Lenina oyó la voz del Salvaje dialogando con el silencio.
                        —Diga.
                        ………
                        —Sí.
                        ………
                        —Si no me usurpo el título a mí mismo, yo soy.
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