Page 108 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—También así lo dice Shakespeare. «Si rompes su nudo virginal antes de
                  que todas las ceremonias santificadoras puedan con pleno y solemne rito…»
                        —¡Por  el  amor  de  Ford,  John,  no  digas  cosas  raras!  No  entiendo  una
                  palabra de lo que dices. Primero me hablas de aspiradoras; ahora de nudos. Me
                  volverás loca. —Lenina saltó sobre sus pies, y, como temiendo que John huyera
                  de  ella  físicamente,  como  le  huía  mentalmente,  lo  cogió  por  la  muñeca—.
                  Contéstame a esta pregunta: ¿me quieres realmente? ¿Sí o no?
                        Se hizo un breve silencio; después, en voz muy baja, John dijo:
                        —Te quiero más que a nada en el mundo.
                        —Entonces,  ¿por  qué  demonios  no  me  lo  decías  —exclamó  Lenina;  y  su
                  exasperación era tan intensa que clavó las uñas en la muñeca de John— en lugar
                  de  divagar  acerca  de  nudos,  aspiradoras  y  leones  y  de  hacerme  desdichada
                  durante semanas enteras?
                        Le soltó la mano y lo apartó de sí violentamente.
                        —Si no te quisiera tanto —dijo—, estaría furiosa contigo.
                        Y, de pronto, le rodeó el cuello con los brazos; John sintió sus labios suaves
                  contra  los  suyos.  Tan  deliciosamente  suaves,  cálidos  y  eléctricos  que
                  inevitablemente  recordó  los  besos  de  Tres  semanas  en  helicóptero.  «¡Oooh!
                  ¡Oooh!»,  la  estereoscópica  rubia,  y  «¡Aaah!,  ¡aaah!»,  el  negro  super-real.
                  Horror,  horror,  horror…  John  intentó  zafarse  del  abrazo,  pero  Lenina  lo
                  estrechó con más fuerza.
                        —¿Por qué no me lo decías? —susurró, apartando la cara para poder verle.
                        Sus ojos aparecían llenos de tiernos reproches.
                        «Ni  la  mazmorra  más  lóbrega,  ni  el  lugar  más  adecuado  —tronaba
                  poéticamente la voz de la conciencia—, ni la más poderosa sugestión de nuestro
                  deseo. ¡Jamás, jamás!», decidió John.
                        —¡Tontuelo!  —decía  Lenina—.  ¡Con  lo  que  yo  te  deseaba!  Y  si  tú  me
                  deseabas también, ¿por qué no…?
                        —Pero, Lenina… —empezó a protestar John.
                        Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo y se apartó de él, John
                  pensó por un momento que había comprendido su muda alusión.
                        Pero  cuando  Lenina  se  desabrochó  la  cartuchera  de  charol  blanco  y  la
                  colgó cuidadosamente del respaldo de una silla, John empezó a sospechar que
                  se había equivocado.
                        —¡Lenina! —repitió, con aprensión.
                        Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La
                  blanca blusa de marino se abrió por la costura; la sospecha se transformó en
                  certidumbre.
                        —Lenina, ¿qué haces?
                        ¡Zas,  zas!  La  respuesta  de  Lenina  fue  muda.  Emergió  de  sus  pantalones
                  acampanados.  Su  ropa  interior,  de  una  sola  pieza,  era  como  una  leve  cáscara
                  rosada. La T de oro del Archichantre Comunal brillaba en su pecho.
                        «Por esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos
                  de  los  hombres…»  Las  palabras  cantarinas,  tonantes,  mágicas,  la  hacían
                  aparecer  doblemente  peligrosa,  doblemente  seductora.  ¡Suaves,  suaves,  pero
                  cuán  penetrantes!  Horadando  la  razón,  abriendo  túneles  en  las  más  firmes
                  decisiones… «Los juramentos más poderosos son como paja ante el fuego de la
                  sangre. Abstente, o de lo contrario…»
                        ¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como una manzana limpiamente
                  partida. Unos brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el
                  izquierdo, y la sutil prenda queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.
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