Page 57 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


            lo  que  tienen.  ¿O  acaso  creen que tú eres su pilmama y que estás para cuidarles sus
            intereses?  No, Damasio. Hazles ver que no andas jugando ni divirtiéndote. Dales un
            pegue y ya verás como sales con centavos de este mitote.
               -Lo que sea, patrón. De usted siempre saco algo de provecho.
               -Pues que te aproveche.
               Pedro  Páramo  miró cómo los hombres se iban. Sintió desfilar frente a él el trote de
            caballos oscuros, confundidos con la noche. El sudor y el polvo; el temblor de la tierra.
            Cuando vio los cocuyos cruzando otra vez sus luces, se dio  cuenta  de  que  todos  los
            hombres se habían ido. Quedaba él, solo, como un tronco duro comenzando a desgajarse
            por dentro.
               Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchachita con la que acababa de dormir
            apenas  un rato. Aquel pequeño cuerpo azorado y tembloroso que parecía iba a echar
            fuera su corazón por la boca. «Puñadito de carne», le  dijo.  Y  se  había  abrazado  a  ella
            tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan. «Una mujer que no era de este
            mundo.»


               En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los
            goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su
            oscuridad.
               -¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?
               -Sí, Susana.
               -¿Y es verdad?
               -Debe serlo, Susana.
               -¿Y  qué  crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo
            rechina la tierra?
               -No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.
               -Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír  lo  que  yo  oigo.  Justina  siguió
            poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos
            del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde
            lleno de agua.
               -¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?
               -Muchos, Susana.
               -¿Y no has sentido tristeza?
               -Sí, Susana.
               -Entonces ¿qué esperas para morirte?
               -La muerte, Susana.
               -Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.
               Susana  San  Juan  estaba  incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos,
            mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una
            concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como  alas  por  encima  de  su
            cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.
               -¿Tú crees en el infierno, Justina?
               -Sí, Susana. Y también en el cielo.
               -Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los ojos.
               Cuando  salió  Justina  del  cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y
            afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino.
               -¿Cómo está la señora?



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