Page 53 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


            solos y fríos, parecieron envolverse en algo; que alguien los envolvía en algo y les daba
            calor. Cuando despertó los encontró liados en un periódico que ella había estado leyendo
            mientras lo esperaba y que había dejado caer al suelo cuando ya no pudo soportar el
            sueño. Y que allí estaban sus pies envueltos en el periódico cuando vinieron a decirle que
            él había muerto.
               -Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque se oye como un crujir de
            tablas.
               -Sí, yo también lo oigo.


               Esa noche volvieron a sucederse los sueños. ¿Por qué ese recordar intenso de tantas
            cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?
               -Florencio ha muerto, señora.
               ¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más
            seca.  Y  su  figura  era  borrosa,  ¿o se hizo borrosa después?, como si entre ella y él se
            interpusiera la lluvia. «¿Qué había dicho? ¿Florencio? ¿De cuál Florencio hablaba? ¿Del
            mío? ¡Oh!, por qué no lloré y me anegué entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia.
            ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero
            tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y
            caliente  de  amor;  hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis
            brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto
            a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré de
            mis adoloridos labios?»
               Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de  pie,  junto  a  la  puerta,  Pedro
            Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El
            aceite  de  la  lámpara  chisporroteaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo.
            Pronto se apagaría.
               Si  al  menos  fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos
            interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro
            Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos. ¿Qué
            sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquella débil luz con
            que él la veía?
               Después salió cerrando la puerta sin hacer ruido. Afuera, el limpio aire de la noche
            despegó de Pedro Páramo la imagen de Susana San Juan.
               Ella despertó un poco antes del amanecer. Sudorosa. Tiró al suelo las pesadas cobijas
            y se deshizo hasta del calor de las sábanas. Entonces  su  cuerpo  se  quedó  desnudo,
            refrescado por el viento de la madrugada. Suspiró y luego volvió a quedarse dormida.
               Así fue como la encontró horas después el padre Rentería; desnuda y dormida.


               -¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate?
               -Sé que hubo alguna balacera anoche, porque se estuvo oyendo el alboroto; pero de ahí
            en más no sé nada. ¿Quién te contó eso, Gerardo?
               -Llegaron unos heridos a Comala. Mi mujer ayudó para eso de los vendajes. Dijeron
            que eran de la gente de Damasio y que habían tenido muchos muertos. Parece que se
            encontraron con unos que se dicen villistas.
               -¡Qué caray, Gerardo! Estoy viendo llegar tiempos malos. ¿Y tú qué piensas hacer?
               -Me voy, don Pedro. A Sayula. Allá volveré a establecerme.
               -Ustedes  los  abogados tienen esa ventaja; pueden llevarse su patrimonio a todas
            partes, mientras no les rompan el hocico.





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