Page 62 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo Juan Rulfo
-Me iré a reforzar al padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la
salvación.
-Haz lo que quieras.
Pedro Páramo estaba sentado en un viejo equipal, junto a la puerta grande de la Media
Luna, poco antes de que se fuera la última sombra de la noche. Estaba solo, quizá desde
hacía tres horas. No dormía. Se había olvidado del sueño y del tiempo: «Los viejos
dormimos poco, casi nunca. A veces apenas si dormitamos; pero sin dejar de pensar. Eso
es lo único que me queda por hacer». Después añadió en voz alta: «No tarda ya. No tarda».
Y siguió: «Hace mucho tiempo que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que
ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño
blanco dé la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta
mirando el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del cielo; por donde
el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las
sombras de la tierra.
»Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que
está en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. Te dije:
"¡Regresa Susana!".»
Pedro Páramo siguió moviendo los labios, susurrando palabras. Después cerró la boca
y entreabrió los ojos, en los que se reflejó la débil claridad del amanecer.
Amanecía.
A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a
la tienda de su hijo, cuando llegó y por la puerta entornada, se metió Abundio Martínez.
Se encontró al Gamaliel dormido encima del mostrador con el sombrero cubriéndole la
cara para que no lo molestaran las moscas. Tuvo que esperar un buen rato para que
despertara. Tuvo que esperar a que doña Inés terminara la faena de barrer la calle y
viniera a picarle las costillas a su hijo con el mango de la escoba y le dijera:
-¡Aquí tienes un cliente! ¡Alevántate!
El Gamaliel se enderezó de mal genio, dando gruñidos. Tenía los ojos colorados de
tanto desvelarse y de tanto acompañar a los borrachos, emborrachándose con ellos. Ya
sentado sobre el mostrador, maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo infinidad
de veces a la vida «que valía un puro carajo». Luego volvió a acomodarse con las manos
entre las piernas y se volvió a dormir todavía farfullando maldiciones:
-Yo no tengo la culpa de que a estas horas anden sueltos los borrachos.
-El pobre de mi hijo. Discúlpalo, Abundio. El pobre se pasó la noche atendiendo a unos
viajantes que se picaron con las copas. ¿Qué es lo que te trae por aquí tan de mañana?
Se lo dijo a gritos, porque Abundio era sordo.
-Pos nada más un cuartillo de alcohol del que estoy necesitado.
-¿Se te volvió a desmayar la Refugio?
-Se me murió ya, madre Villa. Anoche mismito, muy cerca de las once. Y conque hasta
vendí mis burros. Hasta eso vendí porque se me aliviara.
-¡No oigo lo que estás diciendo! ¿O no estás diciendo nada? ¿Qué es lo que dices?
-Que me pasé la noche velando a la muerta, a la Refugio. Dejó de resollar anoche.
-Con razón me olió a muerto. Fíjate que hasta yo le dije al Gamaliel: « Me huele que
alguien se murió en el pueblo». Pero ni caso me hizo; con eso de que tuvo que congeniar
con los viajantes, el pobre se emborrachó. Y tú sabes que cuando está en ese estado, todo
le da risa y ni caso le hace a una. Pero ¿qué me dices? ¿Y tienes convidados para el
velorio?
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