Page 54 - Pedro Páramo
P. 54

Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -Ni crea, don Pedro; siempre nos andamos creando problemas. Además duele dejar a
            personas como usted, y las deferencias que han tenido para con uno se extrañan. Vivimos
            rompiendo nuestro mundo a cada rato, si es válido decirlo. ¿Dónde quiere que le deje los
            papeles?
               -No los dejes. Llévatelos. ¿O qué no puedes  seguir  encargado  de  mis  asuntos  allá
            adonde vas?
               Agradezco  su  confianza,  don  Pedro. La agradezco sinceramente. Aunque hago la
            salvedad de que me será imposible. Ciertas irregularidades... Digamos... Testimonios que
            nadie sino usted debe conocer. Pueden prestarse a malos manejos en caso de llegar a caer
            en otras manos. Lo más seguro es que estén con usted.
               -Dices bien, Gerardo. Déjalos aquí. Los quemaré. Con papeles o sin ellos, ¿quién me
            puede discutir la propiedad de lo que tengo?
               -Indudablemente nadie, don Pedro. Nadie. Con su permiso.
               -Ve con Dios, Gerardo.
               -¿Qué dijo usted?
               -Digo que Dios te acompañe.
               El licenciado Gerardo Trujillo salió despacio. Estaba ya viejo; pero no para dar esos
            pasos  tan  cortos, tan sin ganas. La verdad es que esperaba una recompensa. Había
            servido a don Lucas, que en paz descanse, padre de don Pedro; después a don Pedro, y
            todavía; luego a Miguel, hijo de don Pedro. La verdad es que esperaba una compensación.
            Una retribución grande y valiosa. Le había dicho a su mujer:
               -Voy a despedirme de don Pedro. Sé que me gratificará. Estoy por decir que con el
            dinero que él me dé nos estableceremos bien en Sayula y viviremos holgadamente el resto
            de nuestros días.
               Pero ¿por qué las mujeres siempre tienen una duda? ¿Reciben avisos del cielo, o qué?
            Ella no estuvo segura de que consiguiera algo:
               -Tendrás que trabajar muy duro allá para levantar cabeza. De aquí no sacarás nada.
               -¿Por qué lo dices?
               -Lo sé.
               Siguió  andando  hacia  la puerta, atento a cualquier llamado: «¡Ey, Gerardo! Lo
            preocupado que estoy no me ha permitido pensar en ti. Pero yo debo favores que no se
            pagan con dinero. Recibe esto: es un regalo insignificante».
               Pero el llamado no vino. Cruzó la puerta y desanudó el bozal con que su caballo estaba
            amarrado al horcón. Subió a la silla y, al paso, tratando de no alejarse mucho para oír si
            lo  llamaban,  caminó  hacia  Comala sin desviarse del camino. Cuando vio que la Media
            Luna se perdía detrás de él, pensó: «Sería mucho rebajarme si le pidiera un préstamo».


               -Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo. Gustoso seguiré
            llevando sus asuntos.
               Lo dijo, sentado nuevamente en el despacho de Pedro Páramo, donde había estado no
            hacía ni media hora.
               -Está bien, Gerardo. Allí estáte los papeles, donde tú los dejaste.
               -Desearía también... Los gastos... El traslado... Un mínimo adelanto de honorarios...
            Algo extra, por si usted lo tiene a bien.
               -¿Quinientos?
               -¿No podría ser un poco, digamos, un poquito más?
               -¿Te conformas con mil?
               -¿Y si fueran cinco?


                                                           57
   49   50   51   52   53   54   55   56   57   58   59