Page 52 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su
            contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el
            dinero. El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los  presto.  En  cuanto  los
            desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así?
               -Pero cómo no.
               -Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos.
               -Sí -dijo el último en salir-. Acuérdese que, si no nos cumple,  oirá  hablar  de
            Perseverancio, que así es mi nombre.
               Pedro Páramo se despidió de él dándole la mano.


               -¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos? -le preguntó más tarde al Tilcuate.
               -Pues a mí se me figura que es el barrigón ese que estaba en medio y que ni alzó los
            ojos. Me late que es él... Me equivoco pocas veces, don Pedro.
               -No, Damasio, el jefe eres tú. ¿O qué, no te quieres ir a la revuelta?
               -Pero si hasta se me hace tarde. Con lo que me gusta a mí la bulla.
               -Ya viste pues de qué se trata, así que ni necesitas mis consejos. Júntate trescientos
            muchachos de tu confianza y enrólate con esos alzados. Diles que les llevas la gente que
            les prometí. Lo demás ya sabrás tú cómo manejarlo.
               -¿Y del dinero qué les digo? ¿También se los entriego?
               -Te voy a dar diez pesos para cada uno. Ahí nomás para sus gastos más urgentes. Les
            dices que el resto está aquí guardado y a su disposición. No es conveniente cargar tanto
            dinero andando en esos trajines. Entre paréntesis: ¿te gustaría el ranchito de la Puerta de
            Piedra?  Bueno,  pues  es  tuyo  desde ahorita. Le vas a llevar un recado al licenciado
            Gerardo Trujillo, de Comala, y allí mismo pondrá a tu nombre la propiedad. ¿Qué dices,
            Damasio?
               -Eso ni se pregunta, patrón. Aunque con eso o sin eso yo haría esto por puro gusto.
            Como si usted no me conociera. De cualquier modo, se lo agradezco. La vieja tendrá al
            menos con qué entretenerse mientras yo suelto el trapo.
               -Y  mira,  ahí de pasada arréate unas cuantas vacas. A ese rancho lo que le falta es
            movimiento.
               -¿No importa que sean cebuses?
               -Escoge  de  las  que  quieras, y las que tantees pueda cuidar tu mujer. Y volviendo a
            nuestro asunto, procura no alejarte mucho de mis terrenos, por eso de que si vienen otros
            que vean el campo ya ocupado. Y venme a ver cada que puedas o tengas alguna novedad.
               -Nos veremos, patrón.
               -¿Qué es lo que dice, Juan Preciado?
               -Dice que ella escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras
            frías  y  que  allí  se  calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él le
            mordía los pies diciéndole que eran como pan dorado en el horno.  Que  dormía
            acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su
            carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce,
            dando golpes duros contra su carne blanda; sumiéndose, sumiéndose más, hasta el
            gemido. Pero que le había dolido más su muerte. Eso dice.
               -¿A quién se refiere?
               -A alguien que murió antes que ella, seguramente.
               -¿Pero quién pudo ser?
               -No sé. Dice que la noche en la cual él tardó en venir sintió que había regresado ya
            muy noche, quizá de madrugada. Lo notó apenas, porque sus pies, que habían estado



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