Page 61 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


            terminado la noche. Pero el repique duró más de lo debido. Ya  no  sonaban  sólo  las
            campanas de la iglesia mayor, sino también las de la Sangre de Cristo, las de la Cruz
            Verde y tal vez las del Santuario. Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche.
            Y de día y de noche las campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con más
            fuerza, hasta que aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos. Los hombres
            gritaban para oír lo que querían decir. «¿Qué habrá pasado?», se preguntaban.
               A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de
            que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya cascadas, con
            un sonar hueco como de cántaro.
               -Se ha muerto doña Susana.
               -¿Muerto? ¿Quién?
               -La señora.
               -¿La tuya?
               -La de Pedro Páramo.
               Comenzó a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique. De Contla
            venían como en peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero llegó un
            circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran
            mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo serenatas. Y así
            poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de jolgorio y de
            ruidos, igual que en los días de la función en que costaba trabajo dar un paso por el
            pueblo.
               Las campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió. No hubo modo  de  hacerles
            comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se
            fueran; antes, por el contrario, siguieron llegando más.
               La Media Luna estaba sola, en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba
            en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había
            feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de las loterías.
            Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque
            fueron días grises, tristes para la Media Luna. Don Pedro no  hablaba.  No  salía  de  su
            cuarto. Juró vengarse de Comala:
               -Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.
               Y así lo hizo.


               El Tilcuate siguió viniendo:
               -Ahora somos carrancistas.
               -Está bien.
               Andamos con mi general Obregón.
               -Está bien.
               Allá se ha hecho la paz. Andamos sueltos.
               -Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar mucho. -Se ha levantado en
            armas el padre Rentería. ¿Nos vamos con él, o contra él?
               -Eso ni se discute. Ponte al lado del gobierno.
               -Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes.
               -Entonces vete a descansar.
               -¿Con el vuelo que llevo?
               -Haz lo que quieras, entonces.






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