Page 50 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               »Entonces yo ni me momoví. Esperé que fuera de nonoche y aquí estoy para anunciarle
            lo que papasó.
               -¿Y qué esperas? ¿Por qué no te mueves? Anda y diles a ésos que aquí estoy para lo
            que  se  les ofrezca. Que vengan a tratar conmigo. Pero antes date un rodeo por La
            Consagración. ¿Conoces al Tilcuate? Allí estará. Dile que necesito verlo. Y a esos fulanos
            avísales que los espero en cuanto tengan un tiempo  disponible.  ¿Qué  jaiz  de
            revolucionarios son?
               -No lo sé. Ellos ansí se nonombran.
               -Dile al Tilcuate que lo necesito más que de prisa.
               -Así lo haré, papatrón.
               Pedro Páramo volvió a encerrarse en su despacho. Se sentía viejo y abrumado. No le
            preocupaba Fulgor, que al fin y al cabo ya estaba «más para la otra que para ésta». Había
            dado de sí todo lo que tenía que dar; aunque fue muy servicial, lo que sea de cada quien.
            «De todos modos, los "tilcuatazos" que se van a llevar esos locos», pensó.
               Pensaba más en Susana San Juan, metida siempre en su cuarto, durmiendo, y cuando
            no, como si durmiera. La noche anterior se la había pasado en pie, recostado en la pared,
            observando a través de la pálida luz de la veladora el cuerpo en movimiento de Susana; la
            cara  sudorosa,  las manos agitando las sábanas, estrujando la almohada hasta el
            desmorecimiento.
               Desde que la había traído a vivir aquí no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino
            de  estas  noches  doloridas,  de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo
            terminaría aquello.
               Esperaba que alguna vez. Nada puede durar tanto, no existe  ningún  recuerdo  por
            intenso que sea que no se apague.
               Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía
            revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla.
               Él creía conocerla. "Y aun cuando no hubiera sido así, ¿acaso no era suficiente saber
            que era la criatura más querida por él sobre la tierra? Y que además, y esto era lo más
            importante, le serviría para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría
            todos los demás recuerdos.
               ¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro
            Páramo nunca llegó a saber.


               «Mi  cuerpo  se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los
            brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano,
            dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea...»
               Ahora sí es ella la que habla, Juan Preciado. No se te olvide decirme lo que dice.
               «... Era temprano. El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba,
            limpio, con su agua verde, en ondas calladas.
               »-En el mar sólo me sé bañar desnuda -le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo
            también, fosforescente al salir del mar. No había gaviotas; sólo esos pájaros que les dicen
            «picos feos», que gruñen como si roncaran y que después de que sale el sol desaparecen.
            Él me siguió el primer día y se sintió solo, a pesar de estar yo allí.
               »-Es como si fueras un «pico feo», uno más entre todos -me dijo-. Me gustas más en las
            noches,  cuando  estamos  los  dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la
            oscuridad.
               »Y se fue.
               »Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis
            muslos: rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi



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