Page 51 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


            cuello;  aprieta  mis  hombros.  Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su
            fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo.
               »-Me gusta bañarme en el mar -le dije.
               »Pero él no lo comprende.
               »Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas.»


               Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados  y  terciados  de
            carrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar. Y ellos, sin quitarse el
            sombrero, se acomodaron a la mesa y esperaron  callados.  Sólo  se  les  oyó  sorber  el
            chocolate  cuando les trajeron el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla cuando les
            arrimaron los frijoles.
               Pedro  Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la
            sombra, aguardaba el Tilcuate.
               -Patrones -les dijo cuando vio que acababan de comer-, ¿en qué más puedo servirlos?
               -¿Usted es el dueño de esto? -preguntó uno abanicando la mano.
               Pero otro lo interrumpió diciendo:
               -¡Aquí yo soy el que hablo!
               -Bien. ¿Qué se les ofrece? -volvió a preguntar Pedro Páramo.
               -Como usté ve, nos hemos levantado en armas.
               -¿Y?
               -Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?
               -¿Pero por qué lo han hecho?
               -Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que
            nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos
            aquí.
               -Yo  sé la causa -dijo otro-. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el
            gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por
            rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos  bandidos  y  mantecosos
            ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le
            queremos decir.
               -¿Cuánto  necesitan  para  hacer  su  revolución? -preguntó Pedro Páramo-. Tal vez yo
            pueda ayudarlos.
               -Dice bien aquí el señor, Perseverancio. No se te debía soltar la lengua. Necesitamos
            agenciarnos un rico pa que nos habilite, y qué mejor que el señor aquí presente. ¿A ver
            tú, Casildo, como cuánto nos hace falta?
               -Que nos dé lo que su buena intención quiera darnos.
               -Éste «no le daría agua ni al gallo de la pasión». Aprovechemos que estamos aquí, para
            sacarle de una vez hasta el maíz que trai atorado en su cochino buche.
               -Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos  a
            ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo.
               -Pos yo ahí al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo.
            ¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso
            de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces  cincuenta  mil.  ¿De
            acuerdo?
               -Les voy a dar cien mil pesos -les dijo Pedro Páramo-. ¿Cuántos son ustedes?
               -Semos trescientos.





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