Page 48 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -No veo nada, papá.
               -Te bajaré más. Avísame cuando estés en el suelo.
               Había entrado por un pequeño agujero abierto entre las tablas. Había caminado sobre
            tablones podridos, viejos, astillados y llenos de tierra pegajosa:
               -Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo.
               Y  ella  bajó  y  bajó  en  columpio, meciéndose en la profundidad, con sus pies
            bamboleando en el «no encuentro dónde poner los pies».
               -Más abajo, Susana. Más abajo. Dime si ves algo.
               Y cuando encontró el apoyo allí permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo.
            La  lámpara  circulaba  y  la  luz  pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la
            estremecía:
               -¡Dame lo que está allí, Susana!
               Y ella agarró la calavera entre sus manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó.
               -Es una calavera de muerto -dijo.
               -Debes encontrar algo más junto a ella. Dame todo lo que encuentres.
               El cadáver se deshizo en canillas; la quijada se desprendió como si fuera de azúcar. Le
            fue dando pedazo a pedazo hasta que llegó a los dedos de los pies y le entregó coyuntura
            tras coyuntura. Y la calavera primero; aquella bola redonda que  se  deshizo  entre  sus
            manos.
               -Busca algo más, Susana. Dinero. Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana.
               Entonces  ella  no  supo de ella, sino muchos días después entre el hielo, entre las
            miradas llenas de hielo de su padre.
               Por eso reía ahora.
               -Supe que eras tú, Bartolomé.
               Y la pobre de Justina, que lloraba sobre su corazón, tuvo que levantarse al ver que ella
            reía y que su risa se convertía en carcajada.
               Afuera seguía lloviendo. Los indios se habían ido. Era lunes y el valle de Comala seguía
            anegándose en lluvia.


               Los  vientos  siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las
            lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó
            sus hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero;
            retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de  noche  gemía,  gemía
            largamente.  Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran
            rozando la tierra.
               Susana San Juan oye el golpe del viento contra la ventana cerrada. Está acostada con
            los brazos detrás de la cabeza, pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va
            y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco detenerse.
               Han abierto la puerta. Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces
            deja de pensar. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en
            palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz.
               No abre los ojos. El cabello está derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de
            sudor en sus labios. Pregunta:
               -¿Eres tú, padre?
               -Soy tu padre, hija mía.
               Entreabre los ojos. Mira como si cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con
            la cabeza encima de su cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de




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