Page 47 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -No, no me iré, Susana. No me iré. Bien sabes que estoy aquí para cuidarte. No importa
            que me hagas renegar, te cuidaré siempre.
               La había cuidado desde que nació. La había tenido en sus brazos. La había enseñado a
            andar. A dar aquellos pasos que a ella le parecían eternos. Había visto crecer su boca y
            sus ojos «como de. dulce». «El dulce de menta es azul. Amarillo y azul. Verde y  azul.
            Revuelto  con  menta y yerbabuena.» Le mordía las piernas. La entretenía dándole de
            mamar sus senos, que no tenían nada, que eran como de juguete. «Juega -le decía-, juega
            con este juguetito tuyo.» La hubiera apachurrado y hecho pedazos.
               Allá afuera se oía el caer de la lluvia sobre las hojas de los plátanos, se sentía como si
            el agua hirviera sobre el agua estancada en la tierra.
               Las sábanas estaban frías de humedad. Los  caños  borbotaban,  hacían  espuma,
            cansados  de  trabajar durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía
            corriendo, diluviando en incesantes burbujas.


               Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos.
               Susana San Juan se levantó despacio. Enderezó el cuerpo lentamente y se alejó de la
            cama. Allí estaba otra vez el peso, en sus pies,  caminando  por  la  orilla  de  su  cuerpo;
            tratando de encontrarle la cara:
               -¿Eres tú, Bartolomé? -preguntó.
               Le pareció oír rechinar la puerta, como cuando alguien entraba o salía. Y después sólo
            la lluvia, intermitente, fría, rodando sobre las hojas  de  los  plátanos,  hirviendo  en  su
            propio hervor.
               Se  durmió  y  no  despertó hasta que la luz alumbró los ladrillos rojos, asperjados de
            rocío entre la gris mañana de un nuevo día. Gritó:
               -¡Justina!
               Y ella apareció en seguida, como si ya hubiera estado allí, envolviendo su cuerpo en
            una frazada.
               -¿Qué quieres, Susana?
               -El gato. Otra vez ha venido.
               -Pobrecita de ti, Susana.
               Se recostó sobre su pecho, abrazándola, hasta que ella logró levantar aquella cabeza y
            le preguntó:
               -¿Por qué lloras? Le diré a Pedro Páramo que eres buena conmigo. No le contaré nada
            de los sustos que me da tu gato. No te pongas así, Justina.
               -Tu padre ha muerto, Susana. Antenoche murió, y hoy han venido a decir que nada se
            puede hacer; que ya lo enterraron; que no lo han podido traer aquí porque el camino era
            muy largo. Te has quedado sola, Susana.
               -Entonces era él -y sonrió-. Viniste a despedirte de mí -dijo, y sonrió.


               Muchos años antes, cuando ella era una niña, él le había dicho:
               -Baja, Susana, y dime lo que ves.
               Estaba  colgada  de  aquella  soga que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus
            manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de
            afuera.
               -No veo nada, papá.
               -Busca bien, Susana. Haz por encontrar algo.
               Y la alumbró con su lámpara.




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