Page 45 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro
            polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre.
            ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía que cuando
            menos nos queda la caridad de Dios. Y tú la niegas, Susana. ¿Por qué me niegas a mí
            como tu padre? ¿Estás loca?
               -¿No lo sabías?
               -¿Estás loca?
               -Claro que sí, Bartolomé. ¿No lo sabías?


               -¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra?
            Llegué a creer que la había perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a
            perder.  ¿Tú  me  entiendes,  Fulgor?  Dile a sú padre que vaya a seguir explotando sus
            minas. Y allá... me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones adonde
            nadie va nunca. ¿No lo crees?
               -Puede ser.
               -Necesitamos que sea. Ella tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar
            a alguien. ¿No crees tú?
               -No lo veo difícil.
               -Entonces andando, Fulgor, andando.
               -¿Y si ella lo llega a saber?
               -¿Quién se lo dirá? A ver, dime, aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá?
               -Estoy seguro que nadie.
               -Quítale el «estoy seguro que». Quítaselo desde ahorita y ya verás como todo sale bien.
            Acuérdate del trabajo que dio dar con La Andrómeda.  Mándalo  para  allá  a  seguir
            trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se le ocurra acarrear con la hija. Ésa aquí se
            la cuidamos. Allá estará su trabajo y aquí su casa adonde venga a reconocer. Díselo así,
            Fulgor.
               -Me vuelve a gustar cómo acciona usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo
            los ánimos.


               Sobre los campos del valle de Comala está  cayendo  la  lluvia.  Una  lluvia  menuda,
            extraña para estas tierras que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han
            bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No
            han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está
            mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, bajo los arcos del portal, y
            esperan.
               La lluvia sigue cayendo sobre los charcos.
               Entre los surcos, donde está naciendo el maíz, corre el agua en ríos. Los hombres no
            han  venido  hoy  al  mercado, ocupados en romper los surcos para que el agua busque
            nuevos cauces y no arrastre la milpa tierna. Andan en grupos, navegando, en la tierra
            anegada, bajo la lluvia, quebrando con sus palas los blandos terrones, ligando con sus
            manos la milpa y tratando de protegerla para que crezca sin trabajo.
               Los indios esperan. Sienten que es un mal día. Quizá por eso tiemblan debajo de sus
            mojados «gabanes» de paja; no de frío, sino de temor. Y miran la lluvia desmenuzada y al
            cielo que no suelta sus nubes.
               Nadie viene. El pueblo parece estar solo. La mujer les encargó un poco  de  hilo  de
            remiendo y algo de azúcar, y de ser posible- y de haber, un cedazo para colar el atole. El
            «gabán» se les hace pesado de humedad conforme se  acerca  el  mediodía.  Platican,  se
            cuentan chistes y sueltan la risa. Las manzanillas brillan salpicadas por el rocío. Piensan:


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