Page 43 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


            hasta de sus cosas. Yo me quedé porque no tenía adónde ir. Otros se quedaron esperando
            que Pedro Páramo muriera, pues según decían les había prometido heredarles sus bienes,
            y con esa esperanza vivieron todavía algunos. Pero pasaron años y años y él seguía vivo,
            siempre allí, como un espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna.
               »Y ya cuando le faltaba poco para morir vinieron las guerras esas de los «cristeros» y la
            tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban. Fue  cuando  yo  comencé  a
            morirme de hambre y desde entonces nunca me volví a emparejar.
               »Y todo por las ideas de don Pedro, por sus pleitos de alma. Nada más porque se le
            murió la mujer, la tal Susanita. Ya te has de imaginar si la quería.»


               Fue Fulgor Sedano quien le dijo:
               -Patrón, ¿sabe quién anda por aquí?
               -¿Quién?
               -Bartolomé San Juan.
               -¿Y eso?
               -Eso es lo que yo me pregunto. ¿Qué vendrá a hacer?
               -¿No lo has investigado?
               -No. Vale decirlo. Y es que no ha buscado casa. Llegó directamente a la antigua casa de
            usted.  Allí  desmontó y apeó sus maletas, como si usted de antemano se la hubiera
            alquilado. Al menos le vi esa seguridad.
               -¿Y qué haces tú, Fulgor, que no averiguas lo que pasa? ¿No estás para eso?
               -Me desorienté un poco por lo que le dije. Pero mañana aclararé las cosas si usted lo
            cree necesario.
               -Lo de mañana déjamelo a mí. Yo me encargó de ellos. ¿Han venido los dos?
               -Sí, él y su mujer. ¿Pero cómo lo sabe?
               -¿No será su hija?
               -Pues por el modo como la trata más bien parece su mujer.
               -Vete a dormir, Fulgor.
               -Si usted me lo permite.


               «Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente
            algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo,
            sólo el tuyo, el deseo de ti. ¿Cuántas veces invité a tu padre a que viniera a vivir aquí
            nuevamente, diciéndole que yo lo necesitaba? Lo hice hasta con engaños.
               »Le ofrecí nombrarlo administrador, con tal de volverte a ver. ¿Y qué me contestó? "No
            hay respuesta -me decía siempre el mandadero-. El señor don  Bartolomé  rompe  sus
            cartas cuando yo se las entrego." Pero por el muchacho supe que te habías  casado  y
            pronto me enteré que te habías quedado viuda y le hacías otra vez compañía a tu padre.»
               Luego el silencio.
               «El mandadero iba y venía y siempre regresaba diciéndome:
               »-No los encuentro, don Pedro. Me dicen que salieron de Mascota. Y unos me dicen que
            para acá y otros que para allá.
               »Y yo:
               »-No repares en gastos, búscalos. Ni que se los haya tragado la tierra.
               »Hasta que un día vino y me dijo:






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