Page 18 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               Pasado un rato y al ver que no volvía, me levanté yo también. Fui caminando a pasos
            cortos,  tentaleando  en  la  oscuridad,  hasta  que  llegué a mi cuarto. Allí me senté en el
            suelo a esperar el sueño.
               Dormí a pausas.
               En una de esas pausas fue cuando oí el grito. Era un grito arrastrado como el alarido
            de algún borracho: «¡Ay vida, no me mereces!».
               Me enderecé de prisa porque casi lo oí junto a mis orejas; pudo haber sido en la calle;
            pero  yo  lo  oí aquí, untado a las paredes de mi cuarto. Al despertar, todo estaba en
            silencio; sólo el caer de la polilla y el rumor del silencio.
               No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la
            tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del latir del
            corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia. Y cuando terminó la pausa
            y volví a tranquilizarme, retornó el grito y se siguió oyendo por un largo rato: «Déjenme
            aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados!».
               Entonces abrieron de par en par la puerta.
               -¿Es usted, doña Eduviges? -pregunté-. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Tuvo usted
            miedo?
               -No me llamo Eduviges. Soy Damiana. Supe que estabas aquí y vine a verte. Quiero
            invitarte a dormir a mi casa. Allí tendrás donde descansar.
               -¿Damiana Cisneros? ¿No es usted de las que vivieron en la Media Luna?
               -Allá vivo. Por eso he tardado en venir.
               -Mi madre me habló de una tal Damiana que me había cuidado cuando nací. ¿De modo
            que usted...?
               -Sí, yo soy. Te conozco desde que abriste los ojos.
               -Iré  con  usted.  Aquí  no  me han dejado en paz los gritos. ¿No oyó lo que estaba
            pasando? Como que estaban asesinando a alguien. ¿No acaba usted de oír?
               -Tal vez sea algún eco que está aquí encerrado. En este cuarto ahorcaron a Toribio
            Aldrete hace mucho tiempo. Luego condenaron la puerta, hasta que él se secara; para que
            su cuerpo no encontrara reposo. No sé cómo has podido entrar, cuando no existe llave
            para abrir esta puerta.
               -Fue doña Eduviges quien abrió. Me dijo que era el único cuarto que tenía disponible:
               -¿Eduviges Dyada?
               -Ella.
               -Pobre Eduviges. Debe de andar penando todavía.


               «Fulgor  Sedano, hombre de 54 años, soltero, de oficio administrador, apto para
            entablar  y  seguir  pleitos,  por poder y por mi propio derecho, reclamo y alego lo
            siguiente...»
               Eso había dicho cuando levantó el acta contra actos de Toribio Aldrete. Y terminó: «Que
            conste mi acusación por usufruto».
               -A usted ni quien le quite lo hombre, don Fulgor. Sé que usted las puede. Y no por el
            poder que tiene atrás, sino por usted mismo.
               Se  acordaba.  Fue  lo primero que le dijo el Aldrete, después que se habían estado
            emborrachando juntos, dizque para celebrar el acta:
               -Con ese papel nos vamos a limpiar usted y yo, don Fulgor, porque no va a servir para
            otra cosa. Y eso usted lo sabe. En fin, por lo que a usted respecta, ya cumplió con lo que
            le mandaron, y a mí me quitó de apuraciones; porque me tenía usted preocupado, lo que




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