Page 14 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -¿Por qué lloras, mamá? -preguntó; pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció
            el rostro de su madre.
               -Tu padre ha muerto -le dijo.
               Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí
            misma una y otra vez, una y otra vez, hasta que unas manos llegaron hasta sus hombros
            y lograron detener el rebullir de su cuerpo.
               Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo,
            gris,  aún  no  aclarado  por  la  luminosidad  del sol. Una luz parda, como si no fuera a
            comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche.
               Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos  callados.  Y  aquí,
            aquella mujer, de pie en el umbral; su  cuerpo  impidiendo  la  llegada  del  día;  dejando
            asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una
            luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el
            sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo.
               -Han matado a tu padre.
               -¿Y a ti quién te mató, madre?


               «Hay  aire  y  sol,  hay  nubes.  Allá  arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya
            canciones; tal vez mejores voces... Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros,
            contra nuestro pesar.
               »Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna
            gracia.»
               El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado. Se dio prisa por
            terminar pronto y salió sin dar la bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia.
               -¡Padre, queremos que nos lo bendiga!
               -¡No! -dijo moviendo negativamente la cabeza-. No lo haré. Fue un mal hombre y no
            entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará a mal que interceda por él.
               Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no enseñaran su temblor.
            Pero fue.
               Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio
            de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él,
            solo, esperando que terminara la velación.
               El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando  no  rozarle  los  hombros.
            Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua bendita de arriba abajo, mientras
            salía de su boca un murmullo, que podía ser de oraciones. Después se arrodilló y todo el
            mundo se arrodilló con él:
               -Ten piedad de tu siervo, Señor.
               -Que descanse en paz, amén -contestaron las voces.
               Y cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la
            iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo.
               Pedro Páramo se acercó, arrodillándose a su lado:
               -Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según
            rumores fue cometido por mi hijo; el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio
            de  usted;  las  ofensas  y  falta  de  respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que
            cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá
            Dios lo haya perdonado.
               Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó:
               -Reciba eso como una limosna para su iglesia.



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