Page 22 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -La semana venidera irás con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido
            tierras de la Media Luna.
               -Él hizo bien sus mediciones. A mí me consta.
               -Pues  dile  que se equivocó. Que estuvo mal calculado. Derrumba los lienzos si es
            preciso.
               -¿Y las leyes?
               -¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros. ¿Tienes
            trabajando en la Media Luna a algún atravesado?
               -Sí, hay uno que otro.
               -Pues mándalos en comisión con el Aldrete.  Le  levantas  un  acta  acusándolo  de
            «usufruto» o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió. Que
            conmigo hay que hacer nuevos tratos.
               El cielo era todavía azul. Había pocas nubes. El aire soplaba allá arriba, aunque aquí
            abajo se convertía en calor.


               Tocó nuevamente con el mango del chicote, nada más por insistir, ya que sabía que no
            abrirían  hasta  que  se  le antojara a Pedro Páramo. Dijo mirando hacia el dintel de la
            puerta: «Se ven bonitos esos moños negros, lo que sea de cada quien».
               En ese momento abrieron y él entró.
               -Pasa, Fulgor. ¿Está arreglado el asunto de Toribio Aldrete?
               -Está liquidado, patrón.
               -Nos queda la cuestión de los Fregosos. Deja eso pendiente. Ahorita estoy muy ocupado
            con mi «luna de miel».
               -Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran cerrados en el hueco de las
            paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos.
            Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya
            desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se
            apaguen.
               Eso me venía diciendo Damiana Cisneros mientras cruzábamos el pueblo.
               -Hubo un tiempo que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta.
            Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto:
            lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora.
               Luego  dejé  de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extrañó que aquello
            terminara.
               »Sí -volvió a decir Damiana Cisneros-. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya  no  me
            espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento
            arrastrando hojas de árboles, cuando aquí, como tú ves, no hay árboles. Los hubo en
            algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?
               »Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de
            alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces. Ni más ni menos, ahora
            que  venía,  encontré  un velorio. Me detuve a rezar un padrenuestro. En esto estaba,
            cuando una mujer se apartó de las demás y vino a decirme:
               »-¡Damiana! ¡Ruega a Dios por mí, Damiana!
               »-¿Qué andas haciendo aquí? -le pregunté.
               »Entonces ella corrió a esconderse entre las demás mujeres.
               »Mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo tenía 12 años. Era la mayor.
            Y  en  mi  casa fuimos dieciséis de familia, así que hazte el cálculo del tiempo que lleva




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