Page 17 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               El padre Rentería se revolcaba en su cama sin poder dormir:
               «Todo  esto  que  sucede es por mi culpa -se dijo-. El temor de ofender a quienes me
            sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no
            consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son
            las  consecuencias.  Mi  culpa.  He traicionado a aquellos que me quieren y que me han
            dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han
            logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué
            purifican su alma, si en el último momento... Todavía tengo frente a mis ojos el último
            momento... Todavía tengo frente a mis ojos la mirada de María Dyada, que vino a pedirme
            salvara a su hermana Eduviges:
               »-Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a
            todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo; pero nadie lo
            quiso  hacer.  Entonces les dijo: «En ese caso yo soy también su padre, aunque por
            casualidad haya sido su madre». Abusaron de su hospitalidad por esa bondad suya de no
            querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno.
               »-Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios.
               »-No le quedaba otro camino. Se resolvió a eso también por bondad.
               »-Falló a última hora -eso es lo que le dije-. En el  último  momento.  ¡Tantos  bienes
            acumulados para su salvación, y perderlos así de pronto!
               »-Pero si no los perdió. Murió con muchos dolores. Y el dolor... Usted nos ha dicho algo
            acerca  del  dolor que ya no recuerdo. Ella se fue por ese dolor. Murió retorcida por la
            sangre que la ahogaba. Todavía veo sus muecas, y sus muecas eran los más tristes gestos
            que ha hecho un ser humano.
               »-Tal vez rezando mucho.
               »-Vamos rezando mucho, padre.
               »-Digo tal vez, si acaso, con las misas gregorianas; pero para eso necesitamos pedir
            ayuda, mandar traer sacerdotes. Y eso cuesta dinero.
               »Allí estaba frente a mis ojos la mirada de María Dyada, una pobre mujer llena de hijos.
               »-No tengo dinero. Eso lo sabe, padre.
               »-Dejemos las cosas como están. Esperemos en Dios.
               »--Sí, padre.»
               ¿Por  qué  aquella  mirada se volvía valiente ante la resignación? Qué le costaba a él
            perdonar, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran
            necesarias para salvar el alma. ¿Qué sabia él del cielo y del infierno? Y sin embargo, él,
            perdido  en  un  pueblo  sin  nombre, sabía los que habían merecido el cielo. Había un
            catálogo. Comenzó a recorrer los santos del panteón católico comenzando por los del día:
            «Santa Nunilona, virgen y mártir; Anercio, obispo; santas Salomé viuda, Alodia o Elodia y
            Nulina, vírgenes; Córdula y Donato». Y siguió. Ya iba  siendo  dominado  por  el  sueño
            cuando se sentó en la cama: «Estoy repasando una hilera de santos como si estuviera
            viendo saltar cabras».
               Salió fuera y miró el cielo. Llovían estrellas. Lamentó aquello porque hubiera querido
            ver un cielo quieto. Oyó el canto de los gallos. Sintió la envoltura de la noche cubriendo la
            tierra. La. tierra, «este valle de lágrimas».


               -Más te vale, hijo. Más te vale-me dijo Eduviges Dyada. Ya estaba alta la noche. La
            lámpara  que  ardía  en un rincón comenzó a languidecer; luego parpadeó y terminó
            apagándose.
               Sentí que la mujer se levantaba y pensé que iría por una nueva luz. Oí sus pasos cada
            vez más lejanos. Me quedé esperando.



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