Page 9 - El Extranjero
P. 9

Albert Camus                                               El extranjero


               Recorté un aviso de las sales Kruschen y lo pegué en un cuaderno viejo donde pongo las
               cosas que me divierten en los periódicos. También me lavé las manos y, para concluir, me
               asomé al balcón.
                  Mi cuarto da sobre la calle principal del barrio. Era una hermosa tarde. Sin embargo, el
               pavimento estaba grasiento; había poca gente y apurada. Pasó primero una familia que iba
               de paseo: dos niños de traje marinero, los pantalones sobre las rodillas, un tanto trabados
               dentro de las ropas rígidas, y una niña con un gran lazo color de rosa y zapatos de charol.
               Detrás  de  ellos,  una  madre  enorme  vestida  de  seda  castaña,  y  el  padre,  un  hombrecillo
               bastante  endeble que conocía de vista. Llevaba sombrero  de paja, corbata de lazo, y un
               bastón en la mano. Al verle con su mujer comprendí por qué en el barrio se decía de él que
               era  distinguido.  Un  poco  más  tarde  pasaron  los  jóvenes  del  arrabal,  de  pelo  lustroso  y
               corbata roja, chaqueta muy ajustada, bolsillo bordado y zapatos de punta cuadrada. Pensé
               que iban a los cines del centro porque partían muy temprano y se apresuraban a tomar el
               tranvía, riendo estrepitosamente.
                  Después que ellos pasaron, la calle quedó poco a poco desierta. Creo que en todas partes
               habían  comenzado los espectáculos. En la calle sólo quedaban los tenderos y los gatos.
               Sobre las higueras que bordeaban  la calle el cielo estaba límpido, pero sin brillo. En la
               acera de enfrente el cigarrero sacó la silla, la instaló delante de la puerta, y montó sobre
               ella, apoyando los dos brazos en el respaldo. Los tranvías, un momento antes cargados de
               gente, estaban casi vacíos. En el cafetín Chez Pierrot, contiguo a la cigarrería, el mozo
               barría aserrín en el salón desierto. Era realmente domingo.
                  Volví  a  la  silla  y  la  coloqué  como  la  del  cigarrero  porque  me  pareció  que  era  más
               cómodo. Fumé dos cigarrillos, entré a buscar un trozo de chocolate, y volví a la ventana a
               comerlo. Poco después el cielo se oscureció y creí que íbamos a tener una tormenta de
               verano. Se despejó poco a poco, sin embargo. Pero el paso de las nubes había dejado en la
               calle una promesa de lluvia que la volvía más sombría. Quedó largo rato mirando el cielo.
                  A las cinco los tranvías llegaron ruidosamente. Traían del estadio circunvecino racimos
               de  espectadores  colgados  de  los  estribos  y  de  los  pasamanos.  Los  tranvías  siguientes
               trajeron a los jugadores, que reconocí por las pequeñas valijas. Gritaban y cantaban a voz
               en  cuello  que  su  club  no  perecería  jamás.  Varios  me  hicieron  señas.  Uno  hasta  llegó  a
               gritarme: «¡Les ganamos!» Dije: «Sí», sacudiendo la cabeza. A partir de ese instante los
               automóviles comenzaron a afluir.
                  El día avanzó un poco más. El cielo enrojeció sobre los techos y, con la tarde que caía,
               las calles se animaron. Pero a poco regresaban los paseantes. Reconocí al señor distinguido
               en medio de otros. Los niños lloraban o se dejaban arrastrar. Casi en seguida los cines del
               barrio volcaron sobre la calle una marea de espectadores. Los jóvenes tenían gestos más
               resueltos que de costumbre y pensé que habían visto una película de aventuras. Los que
               regresaban  de  los  cines  del  centro  llegaron  un  poco  más  tarde.  Parecían  más  graves.
               Todavía reían, pero sólo de cuando en cuando; parecían fatigados y soñadores. Se quedaron
               en  la  calle,  yendo  y  viniendo  por  la  acera  de  enfrente.  Las  jóvenes  del  barrio  andaban
               tomadas del brazo, en cabeza. Los muchachos se habían arreglado para cruzarse con ellas y
               les lanzaban piropos de los que ellas reían volviendo la cabeza. Varias que yo conocía me
               hicieron señas.
                  Las lámparas de la calle se encendieron bruscamente e hicieron palidecer las primeras
               estrellas que surgían en la noche. Sentía fatigárseme los ojos mirando las aceras con su
               cargamento de hombres y de luces. Las lámparas hacían relucir el piso grasiento y, con
               intervalos  regulares,  los  tranvías  volcaban  sus  reflejos  sobre los  cabellos  brillantes,  una
               sonrisa, o una pulsera de plata. Poco después, con los tranvías más escasos y la noche ya
               oscura sobre los árboles y las lámparas, el barrio se vació insensiblemente, hasta que el



                                                                              Página 8 de 48
   4   5   6   7   8   9   10   11   12   13   14