Page 8 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero






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                  Cuando me desperté comprendí por qué el patrón tenía aspecto descontento cuando le
               pedí los dos días de licencia: hoy es sábado. Por decirlo así, lo había olvidado, pero se me
               ocurrió la idea al levantarme. Naturalmente, el patrón pensó que con el domingo tendría
               cuatro días de licencia, y eso no podía gustarle. Pero, por una parte, no es culpa mía que
               hayan enterrado a mamá ayer en vez de hoy, y, por otra parte, hubiera tenido el sábado y el
               domingo de todos modos. Por supuesto, esto no me impide comprender a mi patrón.
                  Me costó levantarme porque la jornada de ayer me había cansado. Mientras me afeitaba
               me  pregunté  qué  podía  hacer  y  resolví  ir  a  bañarme.  Tomé  el  tranvía  para  ir  al
               establecimiento  de  baños  del  puerto.  Allí  me  zambullí  en  la  entrada.  Había  muchos
               jóvenes. En el agua encontré a María Cardona, antigua dactilógrafa de mi oficina, a la que
               había deseado en otro tiempo. Creo que ella también. Pero se había marchado poco después
               y no tuvimos ocasión. La ayudé a subir a una balsa y rocé sus senos en ese movimiento. Yo
               estaba todavía en el agua cuando ella ya se había colocado boca abajo sobre la balsa. Se
               volvió hacia mí. Tenía los cabellos sobre los ojos y reía. Me icé a su lado sobre la balsa. El
               tiempo estaba espléndido y, como bromeando, dejé ir la cabeza hacia atrás y la posé sobre
               su vientre. No dijo nada y quedé así. Me daba en los ojos todo el cielo, azul y dorado. Bajo
               la nuca sentía latir suavemente el vientre de María. Nos quedamos largo rato sobre la balsa,
               medio dormidos. Cuando el sol estuvo demasiado fuerte se zambulló y la seguí. La alcancé,
               pasé la mano alrededor de su cintura y nadamos juntos. Ella reía siempre. En el muelle
               mientras nos secábamos me dijo: «Soy más morena que tú.» Le pregunté si quería ir al cine
               esa noche. Volvió a reír y me dijo que quería ver una película de Fernandel. Cuando nos
               hubimos  vestido  pareció  muy  asombrada  al  verme  con  corbata  negra  y  me  preguntó  si
               estaba de luto.  Le dije que mamá había muerto. Como quisiera saber cuándo, respondí:
               «Ayer.» Se estremeció un poco, pero no dijo nada. Estuve a punto de decirle que no era mi
               culpa,  pero  me  detuve  porque  pensé  que  ya  lo  había  dicho  a  mi  patrón.  Todo  esto  no
               significaba nada. De todos modos uno siempre es un poco culpable.

                 Por  la  noche  María  había  olvidado  todo.  La  película  era  graciosa  a  ratos  y,  luego,
               demasiado  tonta,  en  verdad.  Ella  apretaba  su  pierna  contra  la  mía. Yo  le  acariciaba  los
               senos. Hacia el fin de la función, la besé, pero mal. Al salir vino a mi casa.
                  Cuando me desperté, María se había marchado. Me había explicado que tenía que ir a
               casa de su tía. Pensé que era domingo y me fastidió: no me gusta el domingo. Me di vuelta
               en  la  cama,  busqué  en  la  almohada  el  olor  a sal  que  habían  dejado  allí  los cabellos de
               María, y dormí hasta las diez. Luego estuve fumando cigarrillos hasta mediodía, siempre
               acostado.  No  quería  almorzar  en  el  restaurante  de  Celeste  como  de  costumbre,  porque
               indudablemente  me  hubieran  formulado  preguntas,  cosa  que  no  me  gusta.  Cocí  unos
               huevos y los comí solos, sin pan, porque no tenía más y no quería bajar a comprarlo.
                  Después del almuerzo me aburrí un poco y erré por el departamento. Resultaba cómodo
               cuando mamá estaba allí. Ahora es demasiado grande para mí, y he debido trasladar a mi
               cuarto la mesa del comedor. No vivo más que en esta habitación, entre sillas de paja un
               poco hundidas, el ropero cuyo espejo está amarillento, el tocador y la cama de bronce. El
               resto está abandonado. Un poco más tarde, por hacer algo, cogí un periódico viejo y lo leí.



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