Page 7 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


                    Nos pusimos en marcha. En ese momento noté que Pérez renqueaba ligeramente. Poco a
               poco  el  coche  tomaba  velocidad  y  el  anciano  perdía  terreno.  Uno  de  los  hombres  que
               rodeaban  el  coche  también  se  había  dejado  pasar  y  caminaba  ahora  a  mi  altura.  Me
               sorprendía la rapidez con qué el sol se elevaba en el cielo. Advertí que hacía ya tiempo que
               el campo resonaba con el canto de los insectos y el crujir de la hierba. El sudor me corría
               por las mejillas. Como no tenía sombrero, me abanicaba con el pañuelo. El empleado de
               pompas fúnebres me dijo entonces algo que no oí. Al mismo tiempo se enjugaba el cráneo
               con un pañuelo que tenía en la mano izquierda, mientras que con la derecha levantaba el
               borde de la gorra. Le dije: «¿Cómo?» Repitió señalando al cielo: «Está sofocante.» Dije:
               «Sí.» Poco después me preguntó: «¿Es su madre la que va ahí?» Otra vez dije: «Sí.» «¿Era
               vieja?» Respondí: «Más o menos», pues no sabía la edad exacta. En seguida se calló. Me di
               vuelta  y  vi  al  viejo  Pérez  a  unos  cincuenta  metros  detrás  de  nosotros.  Se  apresuraba
               columpiando  el  sombrero  al  vaivén  del  brazo  Mire  también  al  director.  Caminaba  con
               mucha dignidad, sin un gesto inútil. Algunas gotas de sudor le perlaban la frente pero no
               las enjugaba.
                  Me pareció que el cortejo marchaba un poco mas de prisa. A mi alrededor continuaba
               siempre el mismo campo luminoso colmado de sol. El resplandor del cielo era insostenible.
               En  un  momento  dado  pasamos  por  una  parte  del  camino  que  había  sido  arreglada
               recientemente: El sol había hecho estallar el alquitrán. Los pies se hundían en el y dejaban
               abierta  su  carne  brillante.  Por  encima  del  coche,  la  galera  luciente  del  cochero  parecía
               haber sido amasada con ese fango negro. Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y
               blanco y la monotonía de aquellos colores, negro viscoso del alquitrán abierto, negro opaco
               de las ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol, el olor del cuero y del estiércol del
               coche, el del barniz y el del incienso y la fatiga de una noche de insomnio, me turbaba la
               mirada y las ideas. Me volví una vez más: Pérez me pareció muy lejos, perdido en una
               nube de calor; luego, no lo divisé más. Lo busqué con la mirada y vi que había dejado el
               camino y tomado a campo traviesa. Comprobé también que el camino doblaba delante de
               mí. Comprendí que Pérez, que conocía la región, cortaba campo para alcanzarnos. Al dar la
               vuelta se nos había reunido. Luego lo perdimos. Volvió a tomar a campo traviesa, y así
               varias veces. Yo sentía la sangre que me golpeaba en las sienes.
                    Todo  ocurrió  en  seguida  con  tanta  precipitación,  certidumbre  y  naturalidad,  que  no
               recuerdo nada más. Sólo una cosa: a la entrada del pueblo la enfermera delegada me habló.
               Tenía una voz singular, que no correspondía a su rostro; una voz melodiosa y trémula. Me
               dijo:  «Si  uno  anda  despacio,  corre  el  riesgo  de una  insolación.  Pero  si  anda demasiado
               aprisa, transpira y, en la iglesia, pesca un resfriado.» Tenía razón. No había escapatoria.
               Todavía retengo algunas imágenes de aquel día: por ejemplo, el rostro de Pérez cuando se
               nos reunió cerca del pueblo por última vez. Gruesas lágrimas de nerviosidad y de pena le
               chorreaban por las mejillas. Pero las arrugas no las dejaban caer. Se extendían, se juntaban
               y  formaban  un  barniz  de  agua  sobre  el  rostro  marchito.  Hubo  también  la  iglesia  y  los
               aldeanos en las aceras, los geranios rojos en las tumbas del cementerio, el desvanecimiento
               de Pérez (habríase dicho un títere dislocado), la tierra color de sangre que rodaba sobre el
               féretro  de  mamá,  la  carne  blanca  de  las  raíces  que  se  mezclaban,  gente  aún,  voces,  el
               pueblo, la espera delante de un café el incesante ronquido del motor, y mi alegría cuando el
               autobús entró en el nido de luces de Argel y pensé que iba a acostarme y a dormir durante
               doce horas.








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