Page 11 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero



                                                   III


                  Hoy  trabajé  mucho  en  la  oficina.  El  patrón  estuvo  amable.  Me  preguntó  si  no  estaba
               demasiado cansado y quiso saber también la edad de mamá. Dije «alrededor de los sesenta»
               para  no  equivocarme  y  no  sé  por  qué  pareció  quedar  aliviado  y  considerar  que  era  un
               asunto concluido.
                  Sobre mi mesa se apilaba un montón de conocimientos y tuve que examinarlos todos.
               Antes de abandonar la oficina para ir a almorzar me lavé las manos. Me gusta mucho ese
               momento  a  mediodía.  Por  la  tarde  encuentro  menos  placer  porque  la  toalla  sin  fin  que
               utilizamos está completamente húmeda; ha servido durante toda la jornada. Un día se lo
               hice notar al patrón. Me respondió que era de lamentar, pero que asimismo era un detalle
               sin  importancia.  Salí  un  poco  tarde, a  las  doce  y  media,  con  Manuel,  que  trabaja  en la
               expedición. La oficina da al mar y perdimos un momento mirando los barcos de carga en el
               puerto ardiente de sol. En ese instante llegó un camión en medio de un estrépito de cadenas
               y explosiones. Manuel me preguntó: «¿Vamos?», y eché a correr. El camión nos dejó atrás
               y nos lanzamos en su persecución. El ruido y el polvo me ahogaban. No veía nada más y no
               sentía otra cosa que el desordenado impulso de la carrera, en medio de los tornos y de las
               máquinas, de los mástiles que danzaban en el horizonte y de los cabos que esquivábamos.
               Fui  el  primero  en  tomar  apoyo  y  salté  al  vuelo.  Luego  ayudé  a  Manuel  a  sentarse.
               Estábamos  sin  resuello.  El  camión  saltaba  sobre  el  pavimento  desparejo  del  muelle,  en
               medio del polvo y del sol. Manuel reía hasta perder el aliento.
                  Llegamos  empapados  a  casa  de  Celeste.  Allí  estaba  como  siempre,  con  el  vientre
               abultado, el delantal y los bigotes blancos. Me preguntó si «andaba bien a pesar de todo.»
               Le dije que sí y que tenía hambre. Comí rápidamente y tomé café. Luego volví a mi casa;
               dormí un poco porque había bebido demasiado vino, y al despertar tuve ganas de fumar.
               Era tarde, y corrí para alcanzar un tranvía. Trabajé toda la tarde. Hacía mucho calor en la
               oficina y cuando salí al atardecer me sentí feliz caminando de vuelta lentamente a lo largo
               de los muelles. El cielo estaba verde. Me sentía contento. Sin embargo, volví directamente
               a mi casa porque quería prepararme unas papas hervidas.
                  Al subir topé en la escalera oscura con el viejo Salamano, mi vecino de piso. Estaba con
               su perro. Hace ocho años que se los ve juntos. El podenco tiene una enfermedad en la piel,
               creo que sarna, que le hace perder casi todo el pelo y lo cubre de placas y costras oscuras.
               A fuerza de vivir con él, solos los dos en una pequeña habitación, el viejo Salamano ha
               concluido por parecérsele. Tiene costras rojizas en el rostro y pelo amarillo y escaso. A su
               vez  el  perro  ha  tomado  del  amo  una  especie  de  andar  encorvado,  con  el  hocico  hacia
               adelante y el cuello tendido. Parecen de la misma raza y, sin embargo, se detestan. Dos
               veces por día, a once y a las seis, el viejo lleva el perro a pasear. Desde hace ocho años no
               han cambiado el itinerario. Puede vérseles a lo largo de la calle de Lyon, el perro tirando
               hombre hasta que el viejo Salamano tropieza. Entonces pega al perro y lo insulta. El perro
               se  arrastra  de  terror  y  se  deja arrastrar.  Y  el viejo  debe  tirar  de  él.  Cuando  el  perro  ha
               olvidado, aplasta de nuevo al amo y de nuevo el amo le pega y lo insulta. Entonces quedan
               los dos en la acera y se miran, el perro con terror, el hombre con odio. Así todos los días.
               Cuando el perro quiere orinar, el viejo no le da tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un
               reguero de gotitas. Si por casualidad el perro lo hace en la habitación, entonces también le
               pega. Hace ocho años que ocurre lo mismo. Celeste dice siempre que «es una desgracia»,
               pero, en el fondo, no se puede saber. Cuando lo encontré en la escalera, Salamano estaba
               insultando  al  perro.  Le  decía:  «¡Cochino!  ¡Carroña!»,  y  el  perro  gemía.  Dije:  «Buenas



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