Page 13 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


                  Me contó entonces que le había encontrado un billete de lotería en el bolso sin que ella
               pudiera explicarle cómo lo había comprado.  Poco después encontró en  casa de ella una
               papeleta del Monte de Piedad, prueba de que había empeñado dos pulseras. Hasta ahí él
               ignoraba la existencia de las pulseras. «Vi bien claro que me engañaba. Entonces la dejé.
               Pero  antes le di una paliza. Y le canté las verdades. Le dije que todo lo que quería era
               divertirse. Usted comprende, señor Meursault, yo le dije: 'No ves que la gente está celosa
               de la felicidad que te doy. Más tarde te darás cuenta de la felicidad que tenías.'»
                  Le  había  pegado  hasta  hacerla  sangrar.  Antes  no  le  pegaba.  «La  golpeaba  pero  con
               ternura, por así decir. Ella gritaba un poco. Yo cerraba las persianas y todo concluía como
               siempre. Pero ahora es serio. Y para mí no la he castigado bastante.»
                  Me  explicó  entonces  que  por  eso  necesitaba  consejo.  Se  interrumpió  para  arreglar  la
               mecha de la lámpara que carbonizaba. Yo continuaba escuchándole. Había bebido casi un
               litro de vino y me ardían las sienes. Como no me quedaban más cigarrillos fumaba los de
               Raimundo. Los últimos tranvías pasaban y llevaban consigo los ruidos ahora lejanos del
               barrio. Raimundo continuó. Le fastidiaba «sentir todavía deseos de hacer el coito con ella.»
               Pero  quería  castigarla.  Primero  había  pensado  llevarla  a  un  hotel  y  llamar  a  los
               «costumbres» para provocar un escándalo y hacerla fichar como prostituta. Luego se había
               dirigido a los amigos que tenía en el ambiente. Pero no se les había ocurrido nada. Y para
               eso no valía la pena ser del ambiente, como me lo hacía notar Raimundo. Se lo había dicho,
               y  ellos  entonces  le  propusieron  «marcarla.»  Pero  no  era  eso  lo  que  él  quería.  Iba  a
               reflexionar. Pero antes deseaba preguntarme algo. Por otra parte, antes de preguntármelo,
               quería  saber  qué  opinaba  de  la  historia,  Respondí  que  no  opinaba  nada,  pero  que  era
               interesante. Me preguntó si creía que le había engañado, y a mí me parecía, por cierto, que
               le había engañado. Me preguntó si encontraba que se la debía castigar y qué haría yo en su
               lugar. Le dije que era difícil saber, pero comprendí que quisiera castigarla. Bebí todavía un
               poco de vino. Encendió un cigarrillo y me descubrió su idea. Quería escribirle una carta
               «con patadas y al mismo tiempo cosas para hacerla arrepentir.» Después, cuando regresara,
               se acostaría con ella, y «justo en el momento de acabar» le escupiría en la cara y la echaría
               a la calle. Me pareció que, en efecto, de ese modo quedaría castigada. Pero Raimundo me
               dijo que no se sentía capaz de escribir la carta adecuada y que había pensado en mí para
               redactarla.  Como  no  dijera  nada,  me  preguntó  si  me  molestaría  hacerlo  en  seguida  y
               respondí que no.
                  Bebió  un  vaso  de  vino  y  se  levantó.  Apartó  los  platos  y  la  poca  morcilla  fría  que
               habíamos dejado. Limpió cuidadosamente el hule de la mesa. Sacó de un cajón de la mesa
               de noche una hoja de papel cuadriculado, un sobre amarillo, un pequeño cortaplumas de
               madera roja y un tintero cuadrado, con tinta violeta. Cuando me dijo el nombre de la mujer
               vi  que  era  mora.  Hice  la  carta.  La  escribí  un  poco  al  azar,  pero  traté  de  contentar  a
               Raimundo porque no tenía razón para no dejarlo contento. Luego leí la carta en alta voz.
               Me  escuchó  fumando  y  asintiendo  con  la  cabeza,  y  me  pidió  que  la  releyera.  Quedó
               enteramente contento. Me dijo: «Sabía que tú conocías la vida.» Al principio no advertí que
               me  tuteaba.  Sólo  cuando  me  declaró:  «Ahora  eres un  verdadero  camarada, me llamó la
               atención. Repitió la frase, y dije: «Sí.» Me era indiferente ser su camarada y él realmente
               parecía  desearlo.  Cerró  el  sobre  y  terminamos  el  vino.  Luego  quedamos  un  momento
               fumando  sin  decir  nada.  Afuera  todo  estaba  en  calma  y  oímos  deslizarse  un  auto  que
               pasaba. Dije: «Es tarde.» Raimundo pensaba lo mismo. Hizo notar que el tiempo pasaba
               rápidamente, y, en cierto sentido, era verdad. Tenía sueño, pero me costaba levantarme.
               Debía de tener aspecto fatigado porque Raimundo me dijo que no había que dejarse abatir.
               En el primer  momento no comprendí.  Me  explicó entonces que se había enterado de la




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