Page 5 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


               los ojos en los rostros, sino solamente un resplandor sin brillo en medio de un nido de
               arrugas. Cuando se hubieron sentado,  casi todos me miraron e inclinaron la cabeza con
               modestia, los labios sumidos en la boca desdentada, sin que pudiera saber si me saludaban
               o si se trataba de un tic. Creo más bien que me saludaban. Advertí en ese momento que
               estaban todos cabeceando, sentados enfrente de mí, en torno del portero. Por un momento
               tuve la ridícula impresión de que estaban allí para juzgarme.
                  Poco después una de las mujeres se echó a llorar. Estaba en segunda fila, oculta por una
               de  sus  compañeras,  y  no  la  veía  bien.  Lloraba  con  pequeños  gritos,  regularmente;  me
               parecía que no se detendría jamás. Los demás parecían no oírla. Se mostraban abatidos,
               tristes  y  silenciosos.  Miraban  el  féretro  o  a  sus  bastones,  o  a  cualquier  cosa,  pero  no
               miraban a nada más. La mujer seguía llorando. Yo estaba muy asombrado porque no la
               conocía. Hubiera querido no oírla más. Sin embargo, no me atrevía a decírselo. El portero
               se inclinó hacia ella y le habló, pero sacudió la cabeza, murmuró algo, y continuó llorando
               con la misma regularidad. El portero vino entonces hacia mi lado. Se sentó cerca de mí.
               Después  de  un rato bastante  largo  me  informó  sin  mirarme:  «Estaba  muy unida  con  su
               señora madre. Dice que era su única amiga aquí y que ahora ya no le queda nadie »
                  Quedamos un largo rato así. Los suspiros y los sollozos de la mujer se hicieron más raros.
               Sorbía mucho, luego calló por fin. Yo no tenía más sueño, pero me sentía fatigado y me
               dolía la cintura. Ahora me resultaba penoso el silencio de todas esas gentes. Sólo de vez en
               cuando oía un ruido singular y no podía comprender qué era. A la larga acabé por adivinar
               que algunos de los ancianos chupaban el interior de las mejillas y dejaban escapar unos
               raros chasquidos. Tan absortos estaban en sus pensamientos que ni se daban cuenta. Tenía
               la impresión de que aquella muerta, acostada en medio de ellos, no significaba nada ante
               sus ojos Pero creo ahora que era una impresión falsa.
                  Todos  tomamos  café,  servido  por  el  portero.  Después,  no  sé  más.  La  noche  pasó.
               Recuerdo que en cierto momento abrí los ojos y vi que los ancianos dormían amontonados,
               excepto uno que me miraba fijamente, con la barbilla apoyada en el dorso de las manos
               aferradas al bastón, como si no esperase sino mi despertar. Luego volví a dormirme. Me
               desperté porque cada vez me dolía mas la cintura. El día resbalaba sobre el techo de vidrio.
               Poco después uno de los ancianos se despertó, y tosió mucho. Escupía en un gran pañuelo a
               cuadros y cada una de las escupidas era como un desgarramiento. Despertó a los demás, y
               el portero dijo que debían marcharse. Se levantaron. La incómoda velada les había dejado
               los rostros de color ceniza. Al salir, con gran asombro mío, todos me estrecharon la mano,
               como si esa noche durante la cual no cambiamos una palabra hubiese acrecentado nuestra
               intimidad.
                  Estaba fatigado. El portero me condujo a su habitación y pude arreglarme un poco. Tomé
               café con leche, que estaba muy bueno. Cuando salí era completamente de día. Sobre las
               colinas que separan a Marengo del mar, el cielo estaba arrebolado. Y el viento traía olor a
               sal. Se preparaba un hermoso día. Hacía mucho que no iba al campo y sentía el placer que
               habría tenido en pasearme de no haber sido por mamá.
                  Pero esperé en el patio, debajo de un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca y no
               tenía más sueño. Pensé en los compañeros de oficina. A esta hora se levantaban para ir al
               trabajo; para mí era siempre la hora más difícil. Reflexioné un momento sobre esas cosas,
               pero me distrajo una campana que sonaba en el interior de los edificios. Hubo movimientos
               detrás de las ventanas: luego, todo quedó en calma. El sol estaba algo más alto en el cielo;
               comenzaba a calentarme los pies. El portero cruzó el patio y me dijo que el director me
               llamaba. Fui a su despacho. Me hizo firmar cierta cantidad de documentos. Vi que estaba
               vestido de negro con pantalón a rayas. Tomó el teléfono y me interpeló: «Los empleados de
               pompas  fúnebres  han  llegado  hace  un  momento.  Voy  a  pedirles  que  vengan  a  cerrar  el



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