Page 4 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


               habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de
               vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije al portero:
               «¿Hace  mucho  tiempo  que  está  usted  aquí?»  Inmediatamente  respondió:  «Cinco  años»,
               como si hubiese estado esperando mi pregunta.
                  Charló mucho en seguida. Se habría que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho
               que  acabaría  de  portero  en  el  asilo  de  Marengo.  Tenía  sesenta  y  cuatro  años  y  era
               parisiense. Le interrumpí en ese momento: «¡Ah! ¿Usted no es de aquí?» Luego recordé
               que antes de llevarme a ver al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era
               necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esta región.
               Entonces me había informado que había vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo.
               En París se retiene al muerto tres, a veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha
               hecho uno a la idea cuando hay que salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le
               había  dicho:  «Cállate,  no son cosas para contarle al señor.» El viejo había enrojecido  y
               había pedido disculpas. Yo intervine para decir: «Pero no, pero no...» Me pareció que lo
               que contaba era apropiado e interesante.
                  En  el  pequeño  depósito  me  informó  que  había  ingresado  en  el  asilo  como  indigente.
               Como se sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que en
               resumidas cuentas era pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la atención la
               manera que tenía de decir: «ellos», «los otros» y, más raramente, «los viejos», al hablar de
               los pensionistas, algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero, naturalmente, no
               era la misma cosa. El era portero y, en cierta medida, tenía derechos sobre ellos.
                  La enfermera entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. La noche habíase
               espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. El portero oprimió el conmutador y
               quedé cegado por el repentino resplandor de la luz. Me invitó a dirigirme al refectorio para
               cenar.  Pero  no  tenía  hambre.  Me  ofreció  entonces  traerme  una  taza  de  café  con  leche.
               Como me gusta mucho el café con leche, acepté, y un momento después regresó con una
               bandeja. Bebí. Tuve deseos de fumar. Pero dudé, porque no sabía si podía hacerlo delante
               de  mamá.  Reflexioné.  No  tenía  importancia  alguna.  Ofrecí  un  cigarrillo  al  portero  y
               fumamos.
                  En un momento dado, me dijo: «Sabe usted, los amigos de su señora madre van a venir a
               velarla también. Es la costumbre. Tengo que ir a buscar sillas y café negro.» Le pregunté si
               se podía apagar una de las lámparas. El resplandor de la luz contra las paredes blancas me
               fatigaba.  Me  dijo  que  no  era  posible.  La  instalación  estaba  hecha  así:  o  todo  o  nada.
               Después no le presté mucha atención. Salió, volvió, dispuso las sillas. Sobre una de ellas
               apiló tazas en torno de una cafetera. Luego se sentó enfrente de mí, del otro lado de mamá.
               También estaba la enfermera, en el fondo, vuelta de espaldas. Yo no veía lo que hacía. Pero
               por el movimiento de los brazos me pareció que tejía. La temperatura era agradable, el café
               me había recalentado y por la puerta abierta entraba el aroma de la noche y de las flores.
               Creo que dormité un poco.
                  Me despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció aún
               más deslumbrante de blancura. Delante de mí no había ni la más mínima sombra, y cada
               objeto, cada ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una pureza que hería los ojos. En
               ese momento entraron los amigos de mamá. Eran una decena en total, y se deslizaban en
               silencio en medio de aquella luz enceguecedora. Se sentaron sin que crujiera una silla. Los
               veía como no he visto a nadie jamás, y ni un detalle de los rostros o de los trajes se me
               escapaba. Sin embargo, no los oía y me costaba creer en su realidad. Casi todas las mujeres
               llevaban delantal, y el cordón que les ceñía la cintura hacía resaltar aún más sus abultados
               vientres. Nunca había notado hasta qué punto podían tener vientre las mujeres ancianas.
               Casi todos los hombres eran flaquísimos y llevaban bastón. Me llamaba la atención no ver



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