Page 12 - El Extranjero
P. 12

Albert Camus                                               El extranjero


               tardes», pero el viejo continuó con los insultos. Entonces le pregunté qué le había hecho el
               perro.  No  me  respondió.  Decía  solamente:    «¡Cochino!  ¡Carroña!»  Me  lo  imaginaba,
               inclinado sobre el perro, arreglando alguna cosa en el collar. Hablé más alto. Entonces me
               respondió sin volverse, con una especie de rabia contenida: «Se queda siempre ahí.» Y se
               marchó tirando del animal, que se dejaba arrastrar sobre las cuatro patas y gemía.
                  En ese mismo momento entró el segundo vecino de piso. En el barrio se dice que vive de
               las mujeres. Sin embargo, cuando se le pregunta acerca de su oficio, es «guardalmacén».
               En general, es poco querido. Pero me habla a menudo y a veces entra un momento en mi
               habitación porque yo le escucho. Encuentro interesante lo que dice. Por otra parte, no tengo
               razón  alguna  para  no  hablarle.  Se  llama  Raimundo  Sintés.  Es  bastante  pequeño,  con
               hombros anchos y nariz de boxeador. Va siempre muy correctamente vestido. También él
               me ha dicho, hablando de Salamano: «¡Dígame si no es una desgracia!» Me preguntó si no
               me repugnaba y respondí que no.
                  Subimos  y  le  iba  a  dejar,  cuando  me  dijo:  «Tengo  en  mi  habitación  morcilla  y  vino.
               ¿Quiere usted comer algo conmigo?...» Pensé que me evitaría cocinar y acepté. El también
               tiene una sola pieza, con una cocina sin ventana. Sobre la cama hay un ángel de estuco
               blanco y rosa, fotos de campeones y dos o tres clisés de mujeres desnudas. La habitación
               estaba sucia y la cama deshecha. Encendió primero la lámpara de petróleo; luego extrajo
               del bolsillo una venda bastante sucia y se envolvió la mano derecha. Le pregunté qué tenía.
               Me dijo que había tenido una trifulca con un sujeto que le buscaba camorra.
                  «Comprende usted, señor Meursault», me dijo, «no se trata de que yo sea malo; pero soy
               rápido.  El  otro  me  dijo:  'Baja  del  tranvía  si  eres  hombre.'  Yo  le  dije:  '¡Vamos, quédate
               tranquilo!' Me dijo que yo no era hombre. Entonces bajé y le dije: 'Basta, es mejor; o te
               rompo la jeta.' Me contestó: '¿Con qué?' Entonces le pegué. Se cayó. Yo iba a levantarlo.
               Pero me tiró unos puntapiés desde el suelo. Entonces le di un rodillazo y dos taconazos.
               Tenía la cara llena de sangre. Le pregunté si tenía bastante. Me dijo: 'Sí.'» Durante todo este
               tiempo Sintés arreglaba el vendaje. Yo estaba sentado en la cama. Me dijo: «Usted ve que
               no lo busqué. El se metió conmigo.» Era verdad y lo reconocí. Entonces me declaró que
               precisamente quería pedirme un consejo con motivo de este asunto; que yo era un hombre
               que conocía la vida; que podía ayudarlo y que inmediatamente sería mi camarada. No dije
               nada y me preguntó otra vez si quería ser su camarada.
                  Dije que me era indiferente, y pareció quedar contento. Sacó una morcilla, la cocinó en la
               sartén, y colocó vasos, platos, cubiertos y dos botellas de vino. Todo en silencio. Luego nos
               instalamos. Mientras comíamos comenzó a contarme la historia. Al principio vacilaba un
               poco. «Conocí a una señora..., para decir verdad era mi amante...» El hombre con quien se
               había peleado era el hermano de esa mujer. Me dijo que la había mantenido. No contesté
               nada y sin embargo se apresuró a añadir que sabía lo que se decía en el barrio, pero que
               tenía su conciencia limpia y que era guardalmacén.
                  «Pero volviendo a mi historia», me dijo, «me di cuenta de que me engañaba». Le daba lo
               necesario para vivir. Pagaba el alquiler de la habitación y le daba veinte francos por día
               para el alimento. "Trescientos francos por la pieza, seiscientos francos por el alimento, un
               par de medias de vez en cuando, esto sumaba mil francos. Y la señora no trabajaba. Pero
               me decía que era poco, que no le alcanzaba con lo que le daba. Sin embargo, yo le decía:
               '¿Por qué no trabajas medio día? Me ayudarías para todas las cosas chicas. Este mes te he
               comprado un conjunto, te pago veinte francos por día, te pago el alquiler, y tú lo que haces
               es tomar café por las tardes con tus amigas. Tú les das el café y el azúcar. Yo te doy el
               dinero. Me he portado bien contigo y tú me correspondes mal.' Pero no trabajaba, decía que
               no le alcanzaba, y así me di cuenta de que había engaño.»




                                                                             Página 11 de 48
   7   8   9   10   11   12   13   14   15   16   17